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Rudecinda se cansó. Se aburrió. Se enojó. Se retobó. Me la tuve que traer. Ahora está tranquila.

Esperemos que aguante así y nos deje en paz, sin sus brujerías. Un poco de razón tiene, la pobre.

Es que desde que la miró el gaucho Juan Moreira con sus ojos claros, se volvió invisible por amor y su vida cambió.

A ella le apasionaban las peleas de la pulpería. Cuando corría la sangre, se ponía como si estuviera comiendo dulce de leche. También le gustaba oír balazos, malas palabras y quejidos.

Se asomaba desde los tirantes del techo y lanzaba una carcajada de satisfacción tan fuerte, que el que no se moría por los tiros o los tajos, se iba del susto al otro mundo.

Todo se transformó cuando Juan Moreira se fue para Lobos y el Sargento Chirino se encargó de que nunca más anduviera matando gente. Rudecinda no tuvo consuelo. Decidió que hasta que no apareciese otro gaucho montado en caballo pangaré no volvería a salir en su escoba.

Fue así que se volvió una bruja casera o pulpera, mejor dicho. Mientras la pulpería siguió abriendo sus puertas, pudo continuar haciendo de las suyas, logrando que hubiese duelos a cuchillo a cada rato entre los clientes. Pero un día la pulpería se cerró y se quedó la bruja invisible y encerrada, colgando del tirante del techo donde dormía en las horas de sol, entre los murciélagos. A la noche se ponía a llorar, pero el llanto le salía con ruido de papel de lija. Nadie la oía. Muy pocas personas vivían por allí en ese entonces. Pasaron los años. Muchos, muchos.

Como la pulpería estaba cerrada y oscura, la bruja se mantuvo con menos arrugas que actriz de televisión y con las ganas frescas de inventar hechizos sangrientos como antes.

Un día sucedió algo que nadie esperaba. Un señor había comprado la vieja pulpería y soñaba con abrirla nuevamente. No para que se llenase de vasos de ginebra y paisanos, sino para que la gente no perdiese sus recuerdos. Otro día se encontró en los fondos una vieja arma de fuego. Ahí salió la bruja de su escondite. Era la señal que esperaba, estaba decidida a retomar sus costumbres: preparar menjunjes para que hubiese muchas discusiones y ella lograse disfrutar nuevamente de sangre y de lamentos…

Se fue hasta el cementerio para traer de allí flores podridas…pensaba preparar un jugo asqueroso. Con él mezclado en la ginebra se aseguraba el desastre que esperaba desde hacía más de cien años-un ratito para el tiempo de las brujas- no contaba con los progresos del mundo.

Ahora hay flores artificiales y cuando Rudecinda quiso picarlas para hacer el veneno asquerosiento, no le salió ni masticándolas con sus dientes malignos. Encima se tuvo que aguantar a las palomas de la siesta, ésas que por el cementerio anuncian las tardes de calor.

-¡Uh,uh, uuuh! Rudecinda perdedora.

-¡Uh,uh, uuuh! Nada de peleas.

Entonces se fue para el lado de la cancha de paleta. Estaba segura de encontrar allí algún gato negro. Podría darle un buen escobazo en la nuca y después destriparlo. Así tendría los ingredientes para su mejor receta: tripas de gato rellenas con pelos y pedazos de ojos para simular chorizos. Cuando alguno quisiese hacer una picadita, ella se los arrimaría para confundirlo. El hombre, al tragar un pedazo de esa inmundicia, tendría en el acto ganas de acuchillar al primero que pasase por la calle ¡Rudecinda se haría un festín y podría otra vez divertirse con lo que más le gustaba!

Claro que la bruja no contaba con que al ser invisible, nadie se asustaría con su viajecito en escoba hasta allí. Los jugadores de pelota a paleta siguieron con su partido y ¡TOC!
¡TOC! ¡TOC!, le dieron a la bruja unos pelotazos tan fuertes en la cabeza que la mandaron hasta la plaza. Ahí se tuvo que aguantar a las cotorras, chillonas y chismosas como siempre.

-¡Uh,uh, uuuh! ¡Grrrrr! ¡Grrrrr!Rudecinda perdedora.

-¡Uh,uh, uuuh! ¡Grrrrr! ¡Grrrrr! Nada de peleas.

Para colmo de males, sonó la sirena de los bomberos y a Rudecinda esto la llenó de pánico. Aceleró la escoba con tanta mala suerte que se le enganchó en la antena de una radio, mandándola directo a la cabina de transmisión. Ahí se le terminó el mundo ¡Esa música extraña que le llenaba los oídos no era el sonido de las guitarras en las noches de la pulpería! Además, la pantalla de un televisor que allí estaba funcionando- aparato espantoso que jamás había visto- mostraba unos dibujitos animados que terminaron por confundirla y llenarla de miedo.

Tanto, que se volvió visible. Fue cuando la encontré. Como colecciono brujitas de cerámica y cuento cuentos de brujas, vi en el acto que ella no era como las demás. Entonces le dije:
-SHHHHHHHHHHH. No te asustes. Te voy a ayudar.

Me la guardé en el bolsillo y la traje para mi casa. La coloqué en la biblioteca, al lado de las otras que tengo y bien cerca de los libros de cuentos, enfrente de la bruja y la lechuzas de hilo sisal que traje de por allá. Entendió que los tiempos han cambiado. No anda con ganas de cocinar hechizos para hacer pelear a la gente, aunque a veces parece que en el pueblo algunos tuvieran ganas de probarlos nuevamente…

Lo que me encargó es que cuando haya desfile de gauchos, le avise si pasa alguno de ojos claros montado en un pangaré. Por eso va a instalarse en el balcón de la pulpería cuando florecen las madreselvas y el perfume la emborracha. ¡La pobre no pierde la esperanza de poder irse con un gaucho de ojos azules, igualito a Juan Moreira a Juan Moreira en una noche de luna y con su propia lechuza al hombro!

Fin

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