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Velorios eran los de antes

No es cosa de contarles todos los velorios que tuve que ver en mi vida si no contarles de verdad cómo eran los de antes. Las personas nacíamos y moríamos como ahora pero distinto, o igualitos casi, a los de hoy.

La muerte del bisabuelo fue todo un acontecimiento, yo era muy pequeña pero mamá se empeñó en hacerme ir. Les cuento que hice muchas rabietas, porque mi hermana me dijo que había un cajón con un muerto y claro, ella era más grande y sabía lo que era un muerto, a mí me daba miedo. No sé a qué, pero era un miedo grande, más grande que yo.

De todos modos de la mano de papá, que era tan grande como mi miedo, fui al velatorio. Desde ese día creo que la muerte es algo triste pero que pone alegres a algunas personas. Por qué tal confusión dirán ustedes. Me propongo contarles.

El bisabuelo era un hombre muy querido. Todos recordaban sus canciones, sus cuentos y sus miradas cariñosas, yo supuse que debía de estar toda la gente llorando frente al cajón que mostraba su cara serena. Pero no estaban ahí sus hijos, ni sus sobrinos, ni sus nietos, ni sus bisnietos. En la cocina grande de la casa sí que había gente, tanta que no se podía entrar y eso que era inmensa.

Había gente calentando agua para el mate, otros amasando pastelitos y mucha gente moviéndose con panes, galletas y café. En el comedor grande había otro montón de gente que charlaba, pedía más agua para el mate, preguntaban por los pasteles y decían para cuándo el café. Pero en el dormitorio principal el bisabuelo estaba en la cama grande, toda blanca y para él solo.

En aquellas épocas nacíamos y moríamos en nuestras casas: faltaba muy poco tiempo para que todo eso se terminara pero la verdad, el primer muerto que vi a mis cinco años fue diferente. En esa cama había jugado con el bisabuelo montones de veces y llegar y verlo ahí, parecía dormido, con toda la cama blanca para él solo y lleno de velones a su alrededor…¡qué susto!

Un enorme crucifijo plateado a la cabecera de la cama, un perfume de flores penetrante salía de las muchas coronas amontonadas al lado de la cama. Y el bisabuelo dormía plácidamente, porque aunque me explicaron que estaba muerto, no me lo creí.

Y fueron llegando los parientes, los que vivían más lejos, los de la chacra y los de más allá de la otra chacra la que quedaba lejísimo. Entonces la cocina no alcanzó y armaron una especie de fogón en la parrilla del patio de atrás. El olor a carne comenzó a rondar la cama del bisabuelo y yo me dije:

-Pobre, con tanta comida y sin poder ni probarla por esto de hacerse el muerto.

A mi bisabuelo le gustaba comer, comía con todos sus dientes porque no había perdido ninguno, y también se reía con todos, los cuentos los contaba rarísimo con una mezcla de español y dialecto italiano de quién sabe dónde. Además le gustaba mucho jugar a las cartas y hacía muchas trampas.

Era muy divertido el bisabuelo.

De a ratos iban las tías y sacudían la cabeza al verme y llamaban a mi mamá:

– Saca a la nena de ahí – le decían

– Déjenla, ella sabe porque está ahí – encaraba mi madre a sus hermanas.

Como saber no sabía pero me daba pena dejarlo solito. Hice un montón de arreglos florales porque total había muchas flores y nadie las miraba, así que hice trenzas, rulos y guirnaldas, se las puse en los pies al bisabuelo. A los muertos de antes les ponían un traje nuevo y también zapatos, el bisabuelo lucía unos pies enormes. Con flores quedaban más lindos.

Cuando llamaron a comer fui en puntas de pie y saqué toda la comida que pude. Chorizos, de esos caseros que le gustaban a él. Carne de cerdo bien cocida. Algún pan casero y un pastelito de dulce.

Me fui a comer con él. Pobre, si supiera, pensaba yo, pero le iba contando lo que comía para que más o menos supiera lo que había.

– Y dijo mamá que todo esto es en tu honor bisabuelo, así que quédate tranquilo.- le confesé.

– ¿Con quién hablabas? – preguntó la abuela cuando se asomó en la habitación.

– Con el bisabuelo, no hay nadie más.- dije yo y me acomodé en la cama.

– Bueno, pero no se sienta en la cama con los muertos.

– No está muerto, sólo duerme- discutí yo.

– Bueno, un ratito.

– Bueno…

Ese fue mi primer muerto. Me dormí a sus pies bien tranquila. Cuando me desperté ya se lo habían llevado y toda la casa era silencio. Estaba todo limpio y con olor a jazmines. Los jazmines los había plantado el bisabuelo para mi bisabuela. Olían lindo en el dormitorio de la abuela. Desde esa noche cuando algo me da miedo recuerdo a mi bisabuelo muerto, duro, frío, con los grandes zapatos como ganchos en la cama solitaria: inmediatamente sé que el miedo es una cuestión de saber acomodarlo y dejarlo pasar. Y como hice ese día, le vuelvo a poner flores al miedo.

Fin
Autora: María Luisa De Francesco

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