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A mi madre.

Ha tenido que pasar mucho tiempo para comprender las palabras que me dijo mi madre una tarde de invierno. Yo era un niño y estoy seguro de que ella ya las ha olvidado, pero eso importa poco. Lo que de verdad importa es que las he comprendido justo en el momento en que iba a comenzar a escribir sobre ellas, veintidós años después.

Por aquel entonces yo iba al colegio y los horarios eran diferentes a los de ahora. Teníamos un primer turno matinal y otro vespertino, no había jornadas continuas, excepto los jueves y el mes de junio, que salíamos a la una y no había que ir por la tarde. Lo habitual era ir de nueve a doce de la mañana y de tres a cinco de la tarde. Una de esas mañanas habituales y grises de algún mes de invierno, sonó el portero automático:

—¿Quién es? —respondí, esperando que me contestaran: «cartero comercial, ¿me puede abrir?».

—Ábreme, Nano —reconocí la voz de Elena, la mejor amiga de mi madre.

—¡Hola! No funciona. Espera que bajo y te abro —dije sin ocultar mi alegría. Elena era una mujer cariñosísima conmigo.

—Vale —contestó ella, como si le molestara tener que hacerme bajar.

—¿Quién es? —preguntó mi madre desde algún lugar de la casa.

—Es tu amiga Elena.

—¿Elena a estas horas? ¡Baja a abrirle la puerta! ¿Qué haces ahí?

—A eso iba.

Bajé los cuatro pisos que separaban la puerta de mi casa de la del portal lo más rápido que pude.

Vi la figura de Elena desde el altillo del último rellano: de espaldas, bajita, rolliza, con el pelo moreno, siempre corto, teñido y revuelto; enfundada en su chaqueta de cuero, envuelta en el humo de un cigarro recién encendido y con un carro de la compra vacío a su derecha. Le abrí la puerta, pasó al interior del portal y me abrazó sin soltar el cigarro. Subimos en el ascensor:

—Está prohibido fumar aquí en el ascensor —dije, con miedo de estar cometiendo un delito grave.

—Hoy no —me respondió y me acarició la cara.

—¿Puedo preguntarte una cosa?

—Dime, cielo.

—¿Por qué te pintas las cejas?

—Porque me las robaron.

—¿Quién?

—Una noche cuando estaba dormida. Entraron en casa y se las llevaron.

Sentí pena, tendría que pintárselas el resto de los días de su vida. Mi madre estaba esperándonos en el quicio de la puerta de casa. Salió a recibir a su amiga, la abrazó como si hiciese mucho tiempo que no se hubieran visto. Pude adivinar cómo a Elena se le saltaban dos enormes lágrimas. Entendía que ocurría algo, pero no sabía el qué. Dejaron el carro de la compra en la entrada, vacío y liviano, y se sentaron a charlar en la cocina con la puerta cerrada.

Las dejé solas. La puerta de la cocina cerrada significaba problemas.

Al cabo de un rato vi pasar a mi madre a su habitación y salir de ella con el monedero en la mano. Supuse que Elena no tendría dinero para hacer la compra y se lo había pedido a mi madre. Y, en parte, aquella era la verdad; comprendí que por eso venía con el carro vacío y que aquella era la causa de las dos enormes lágrimas que le habían caído por la cara.

Aquel mismo día comprendí que la verdad es un asunto complicado y quizá Elena, la mejor amiga de mi madre, sea, sin saberlo, la primera persona que me enseñó a escribir historias. Mi hermana había nacido a comienzos de verano de aquel año y, desde entonces, hacía muchos días el camino del colegio sin necesidad de que nadie me acompañara, sobre todo por las tardes.

Tres calles, cinco minutos andando desde casa. Aquella tarde, de camino al colegio, vi a Elena de pie en el interior de un bar, envuelta en el humo de su cigarro, con el carro de la compra vacío a su derecha, recortado en la luz amarillenta de las bombillas y la oscuridad exterior, una televisión de fondo dando las noticias, servilletas de papel arrugadas por el suelo y colillas de cigarro. Elena de pie junto al carro vacío echando el dinero que le había dejado mi madre a una máquina tragaperras, pulsando los enormes botones cuadrados, hipnotizada. No me atreví a decirle nada.

Por la tarde, después de las clases y de dudarlo un buen rato le conté a mi madre con voz temblorosa que había visto a Elena en un bar echando el dinero a una máquina tragaperras. Me hizo un par de preguntas para cerciorarse de que lo que le contaba era cierto, le dije el nombre del bar, el momento en el que la había visto y que era ella por la chaqueta, el humo y el carro vacío de la compra, el mismo que habían dejado en la entrada de casa por la mañana. Mi madre se arregló y vistió a mi hermana pequeña para salir a la calle y me dijo que las acompañara.

Fuimos a un supermercado que había cerca de casa e hicimos la compra. Al salir, cuando yo me dirigía hacia nuestra casa cargado con algunas bolsas, me dijo que la compra no era para nosotros, sino que íbamos a ir a casa de Elena a llevársela.

—¡Pero si te ha engañado, Mamá! ¡Yo lo he visto! ¡Se ha gastado su dinero, te pide el tuyo y ahora encima le hacemos la compra y se la llevamos a casa!

—No me ha engañado, Nano. Simplemente tiene un problema, está enferma, igual que tú cuando tuviste gripe. Ella tiene una cosa que se llama ludopatía y es superior a sus fuerzas, en cuanto tiene dinero se lo gasta en las máquinas. Ella no quiere gastarse el dinero. Además, sus hijas no tienen culpa de nada y tienen que comer igual que tú y que yo. ¿Es que ya no la quieres?

Con lo que tú quieres a Elena y lo que ella te quiere a ti… Imagínate cómo se tiene que sentir.

—Tú me dices siempre que no hay que mentir.

—Pues ahora te digo que no te fíes de nadie que no sea capaz de decepcionarte porque tampoco sabrá pedirte perdón.

Sonó el portero automático:

—¿Quién es? —respondió Elena.

—Ábreme, Elena —dije.

Elena y su familia vivían en un noveno. El ascensor olía a tabaco:

—¿Sabías que a Elena le robaron las cejas? —le pregunté a mi madre.

Fin

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