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La mandolina de la Hermana Rosa es uno de los cuentos de la colección cuentos de misterio de Raquel Eugenia Roldán de la Fuente para adolescentes, jóvenes y adultos.

“¡Toca como los mismos ángeles…!”, suspiraban las demás monjas al oírla. Siempre lo decían igual, sin darse cuenta de la frase que usaban, pero aunque lo hubieran sabido era la que mejor expresaba lo que querían decir.

La hermana Rosa tocaba la mandolina de un modo que cautivaba a cualquiera, a los que tenían conocimientos de música y a los que no sabían ni los nombres de las notas. Durante la misa diaria, en la hora de laudes y en los maitines, en las vísperas y a cualquier hora que las monjas estuvieran en oración en la capilla del convento, eran acompañadas por las melodías que la hermana Rosa hacía brotar de su instrumento. Y durante sus recreos ingenuos y alegres no querían descansar de su música, nunca se aburrían de oírla tocar canciones profanas, historias de amor o de dolor que la hermana había oído a su madre o a su abuela.

A todas horas en el convento de la 5 Sur se podían escuchar las notas de la mandolina, que llegaban hasta a las casas de junto y los vecinos, involuntariamente pero con gran gusto, gozaban oyéndolas. Según recordaban siempre había tocado así: cuando llegó al convento, novicia casi niña, ya sabía tocar bellísimas melodías, y otras que había aprendido a lo largo de los muchos años que pasó en el convento.

Fue envejeciendo la buena monjita, su cabello encaneció, su cara se llenó de arrugas, sus ojos se volvieron opacos, todo su cuerpo se hizo pequeño y sus manos se mancharon, pero las notas de su mandolina siguieron jóvenes: siempre llenas de vigor y de belleza. Las manos, por lo general temblorosas, se mantenían firmes al sostener con amor el instrumento y al pulsar las cuerdas.

Luego de muchos años, al siguiente día de una noche murió la hermana Rosa. Junto a su cama estaba la mandolina, en una silla, y ahí se quedó cuando la sepultaron en la cripta del convento.

Llegó otra santa mujer a ocupar esa celda y la mandolina salió de ahí, fue a dar a un desván de cosas viejas: un baúl, hábitos raídos y manchados, sillas rotas, una puerta, una mesa coja. Nadie más en el convento sabía tocar ese instrumento.

No había pasado mucho tiempo cuando, a horas de vísperas o de maitines, como antes, las monjas del convento dejaron de extrañar las notas de la mandolina: mientras ellas rezaban se oía tañer el instrumento en algún lado. No era en la capilla; venía de fuera y no sabían de dónde, habían olvidado dónde quedó el instrumento. Al principio se asustaron un poco, echaron agua bendita por todas partes, trajeron al padre a rezar en los pasillos del convento, pero continuaban oyéndose las notas.

Al pasar el tiempo dejaron de asustarse, pensando que no podía ser ánima en pena sino el gusto de la hermana Rosa por acompañarlas en su oración, alabando a Dios con su música. Con el paso de los años se fue el convento de ahí, construyeron un convento más moderno en otro lado pues ése estaba casi cayéndose.

Llegaron monjas de otra congregación a ocupar las celdas menos ruinosas, y el cuarto de trebejos no fue abierto por ellas más que para meter más cosas estropeadas. También ellas escuchaban a veces la música de la mandolina, pensaron que era algún eco que hubiera quedado atrapado entre las paredes, o bien que era música de alguna casa vecina.

Nunca se asustaron, no era un sonido tenebroso sino una música dulce y tranquila que no espantaba a nadie. Luego, cuando el viejo convento fue destinado a oficinas de gobierno, se requirió hacerle muchas modificaciones y reconstruir algunas partes: se tiraron unas paredes, se hicieron otras y el desván de cosas inservibles fue por fin desocupado.

El arquitecto que estaba a cargo de la obra recibió la mandolina de manos de los albañiles que se hicieron cargo de vaciar esa habitación, y la puso a un lado. Habría que investigar un poco, pero casi seguro que se vendería bien en alguna casa de antigüedades o en el barrio de Los Sapos; al parecer el instrumento tenía muchos años de haber sido fabricado y, fuera de la madera reseca por el tiempo que llevaba ahí abandonado, empolvándose, estaba en buen estado y no sería difícil restaurarlo.

Tan sólo un momento se distrajo el joven arquitecto y cuando volteó a ver la banca en donde había dejado la mandolina, ésta ya no estaba. Había desaparecido. Interrogó a todos sus muchachos y nadie sabía nada; revisó personalmente el lugar donde dejaban sus cosas durante todo el día, mientras trabajaban, pero no estaba ahí tampoco. “No pudo haber desaparecido así nada más –pensaba el arquitecto–, ni estos muchachos tienen gusto y aprecio por un instrumento de esta clase, menos tan antiguo, ni tienen idea de lo que puede valer”.

Pero la mandolina no apareció por ningún lado. En el cielo, entre el coro de los ángeles, la hermana Rosa por fin pudo volver a tocar su instrumento que había echado tanto de menos, y que había tocado durante todos esos años ahí, desde el desván, sin poderlo sacar porque estaba atorado entre patas de mesas y de sillas rotas.

Fin

La mandolina de la Hermana Rosa es uno de los cuentos de la colección cuentos de misterio de Raquel Eugenia Roldán de la Fuente para adolescentes, jóvenes y adultos.

De la serie “Sueños, voces y otros fantasmas”

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