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Muchas veces he entrado en esa celda, que es la que normalmente mostramos a los visitantes del museo. Hay muchas otras, todas casi iguales y lo mismo daría entrar a una que a otra, pero como hay poco personal de intendencia para limpiarlas, hemos optado por tener abierta sólo una y limpiarla una o dos veces por semana.

Las otras, basta con abrirlas cada tres o cuatro meses para desempolvarlas un poco. Generalmente las personas me escuchan con atención, sorprendidas por el espacio tan reducido en que podía vivir una monja, y por las condiciones de austeridad y mortificación con que les explico que vivían las monjas dominicas.

Todavía más les impresiona saber que luego de ser convento fue un “multifamiliar”, si se le puede dar ese nombre, y en esas reducidísimas celdas vivían, por lo menos llegaban a dormir, familias enteras, a veces muy numerosas.

Les hablo de cómo acomodaban sus cobijas cada noche, alineadas unas junto a otras, casi unas sobre de otras, de la manera más antihigiénica y promiscua. Hasta que el gobierno tuvo a bien sacarlas de ahí. Y cómo al principio esas familias no se querían ir, ya habían hecho su vida ahí y se habían acostumbrado a semejante vida.

Pero sin duda, y todos los visitantes están de acuerdo en ello, lo mejor que se podía hacer era sacarlos. No se les botó a la calle, no: se les proporcionó una vivienda, sencilla sin duda, pero decorosa. Pero en algunas ocasiones, muy pocas, he observado que alguna persona no parece siquiera escucharme, sino que mira primero sorprendida y luego aterrorizada hacia una parte de la celda. Siempre es el mismo lugar. Me pregunto qué hay en esa celda, en ese rincón, que yo no puedo ver…

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La celda de la monja es uno de los cuentos de misterio de la escritora Raquel Eugenia Roldán de la Fuente sugerido para adolescentes, jóvenes y adultos.

Vamos echando relajo, como siempre. Desde que empezó el año escolar nos dijeron que visitaríamos un museo, como tarea, y que fuéramos escogiendo cuál queríamos conocer. Unos votaban por el Amparo, otros por San Pedro, y finalmente ganamos los que queríamos ir a Santa Rosa. La cocina donde se inventó el mole, los pasillos, los patios y las celdas de las monjas parecen menos aburridos que las salas de exposición que alguna vez he visto en los otros museos a los que he ido.

Mis amigos y yo formamos un equipo de catorce, y nos ponemos de acuerdo para ir una tarde. No hay mucha gente, así que el guía nos ofrece dedicarnos todo el tiempo que queramos para explicarnos lo que hay en el museo. ¡Vaya!, también hay aburridísimas salas de artesanías, un vestido de china poblana, ¿quién en Puebla no lo conoce? ¿Quién no lo ha visto lo menos trescientas veces en su vida? ¿Quién no ha oído la famosa historia de la princesa india y su traje de lentejuelas, que aunque no es cierta la siguen contando como si lo fuera…?

El guía nos va explicando que las salas donde hoy están todas esas vitrinas eran, cuando vivían ahí las monjas, sus capillas y oratorios, talleres donde confeccionaban ellas mismas sus hábitos, o ropones de bautizo y mantillas de novia, o casullas para los sacerdotes, y que los vendían y así era como se sostenía económicamente el convento.

Al final de un largo corredor, no muy ancho ni muy estrecho, llegamos a lo que el guía nos dice que eran las celdas de las monjas. Muchas puertas alineadas frente a frente, a uno y otro lado del corredor, todas cerradas. Nos va explicando que cuando dejó de ser convento ahí vivían familias enteras; no varias celdas para una familia, un cuarto para una, dos o tres personas, sino familias completas, y grandes vivían en cada una de esas celditas. Y ahí hacían todo: ahí dormían, guardaban su ropa, comían y se amaban.

Cuesta trabajo imaginárselos ahí, unos encima de los otros. Cuando empieza a explicarnos, señalando hacia fuera, que el único baño para todas las familias, por lo que él nos dice más de un centenar de personas, estaba al fondo del corredor, y que en el piso de abajo… Dejo de escucharlo, porque hay alguien ahí, en el rincón, que no venía con nosotros. Es una monja y se quita la toca que cubre sus cabellos negros, mal recortados casi al rape.

Aunque por un momento mis ojos se cruzan con los suyos, me doy cuenta de que ella no me ve. Volteo a ver a mis compañeros y al guía, nadie parece verla. La piel de todo mi cuerpo se enchina, siento enderezarse súbitamente los pelillos de mis brazos.

Se voltea hacia la pared y se saca el hábito, quedando en una especie de fondo, que baja hasta su cintura; no lleva sostén, por lo que miro su espalda cruzada por verdugones de color morado. Se agacha como si fuera a tomar algo y, aunque no hay nada frente a ella, levanta la mano con un enorme látigo y empieza a azotarse la espalda.

Cuando agita el látigo la primera vez retrocedo, pienso que me va a azotar. Llego hasta la pared y aun me sigo sintiendo muy cerca de ella. Vuelve un poco la cara y puedo ver otra vez sus ojos en el momento en que el látigo vuelve a golpear su espalda. Hay en ellos una mirada de dolor, pero sobre todo de algo que se parece a la culpa o a la vergüenza.

Agarro el brazo de uno de mis compañeros y lo jalo, está muy cerca de la monja y puede ser que le toque un latigazo; ella lo sube y lo baja con rapidez, una y otra vez sobre su espalda. Mi compañero me mira extrañado y lo jalo hacia fuera, entonces me enseña mis uñas clavadas en su antebrazo.

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Todo era motivo de severísimas penitencias: un mal pensamiento, una palabra poco amable, unos minutos de demora en levantarse por la mañana, un gusto un poco excesivo por algún platillo o golosina de las que, de por sí, pocas veces había en el convento. Y también los pecados ajenos.

Las monjas hacían las más duras penitencias por los demás: por los asesinos, los ladrones, los malos sacerdotes, por las guerras en el mundo. Todo ello merecía un castigo para desagraviar a Dios ofendido por la miseria humana.

Lo más difícil de sus penitencias, para muchas, era el sentir que era tan poco, tan poco en verdad, comparado con la maldad que trataban, torpemente, de reparar.

Fin

La celda de la monja es uno de los cuentos de misterio de la escritora Raquel Eugenia Roldán de la Fuente sugerido para adolescentes, jóvenes y adultos.

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