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El guardián de la felicidad, Katachú, tenía una meta: enseñar a los habitantes de la ciudad a disfrutar de la verdadera belleza 👨🏽‍🌾

Por Francisco Javier Arias Burgos. Cuentos cortos para niños.

Había una vez un niño llamado Katachú que vivía en un pequeño pueblo rodeado de montañas y ríos cristalinos. Katachú era un niño muy especial, ya que tenía una gran conexión con la naturaleza y las tradiciones de su pueblo. Un día, su familia decidió enviarlo a la ciudad para aprender más sobre el mundo exterior y, de paso, compartir las costumbres de su pueblo con la gente de allí.

Al principio, todo parecía muy emocionante para él. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que la ciudad era muy diferente a su pueblo y la gente allí no comprendía sus tradiciones. A pesar de todo, Katachú no se rindió y continuó esforzándose por enseñar a la gente sobre su cultura y su forma de vida. Pero, ¿logrará convencerlos o se rendirá y regresará a su pueblo?

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Katachú

Katachú, que en su lengua nativa significa "Guardián de la felicidad", decidió regresar a su pueblo después de dos años de estudio en la ciudad que le habían pintado como el sitio más agradable y bonito del mundo. Él, siempre tan curioso y deseoso de aprender cosas nuevas, aceptó con alegría la invitación que sus tíos le habían hecho y que vivían en la capital desde que se fueron de la aldea en busca de mejores horizontes.

Katachú jugando con el balón en el campo

Esa ciudad era muy distinta a su pueblo. Katachú se asustaba por casi todo lo que no conocía: los carros, las motocicletas, los altos edificios y el bullicio interminable, le producían temor. A sus primos les causaban risa sus reacciones y le aseguraban que pronto se acostumbraría a todo eso y terminaría gustándole tanto que no iba a desear jamás regresar al lugar de donde venía.

Al principio casi no quería comer.

Sus tíos como que habían olvidado el sabor de las comidas tan deliciosas que disfrutaba con sus padres y que su mamá hacía con tanto esmero. En la ciudad se comía muy distinto: la comida llegaba en cajas o salía de latas, los jugos de fruta le parecían desabridos, la carne de pollo le sabía a cartón y la de res o cerdo a madera. Solo el hambre hacía que comiera alguna cosa, pero sin ganas. Aun así, siempre daba las gracias por la comida, como le habían enseñado sus padres.

Muy pronto empezó a extrañar el agua fría del arroyo en el que se bañaba allá en su aldea, el canto mañanero de las aves, la música del viento en las noches, el contacto de sus pies descalzos con la hierba húmeda. El baño de la ducha no le producía ninguna sensación, sobre todo porque en la casa sus primos lo acosaban para que terminara pronto de bañarse; la música que oía era estridente y nada relajante. Katachú lloraba antes de acostarse, en silencio, sin protestar.

Poco a poco fue aprendiendo a adaptarse a este nuevo mundo.

En el colegio sus compañeros de clase se reían de él cuando les proponía contar historias o cuando les hablaba de las estrellas que relucían en un cielo de noches oscuras y sin luces artificiales, de los animales silvestres que pululaban en el campo, del silencio acogedor que acompañaba su sueño. Le parecía tan extraño que sus profesores lo llamaran por su apellido, que ni siquiera hablaran su lengua, que le contaran historias de guerras y de sitios ajenos.

El guardián de la felicidad, Katachú, se fijó una meta: enseñarles a los habitantes de la ciudad a disfrutar de la verdadera belleza, de esa que no requiere de tecnología para jugar o aprender, del sabor de una comida natural, de la alegría que produce un abrazo, de los cuentos sin príncipes que volaban en aviones lujosos o que andaban en carros de precios incalculables. Siempre se estrelló contra un muro construido por risas burlonas y por insultos.

"Montañero", lo llamaban.

Inútiles fueron sus esfuerzos para enseñarles a cantar canciones que hablaran de la naturaleza, a contar historias bonitas de sus ancestros, a jugar los juegos que tanto le divertían en su aldea. Todas las canciones que les gustaban a sus compañeros eran ruidosas, con letras insulsas o groseras; solo jugaban en sus teléfonos celulares, solo hablaban por las redes sociales, hacían trampa en los exámenes escolares, decían cualquier cantidad de mentiras.

Lo que más lo entristeció fue que le exigieran no llamarse Katachú.

- Eso suena a estornudo -le dijo el director del colegio.

¿Y por qué tendría que cambiar su nombre por Diego, o por Felipe?

En su lengua, que recordaba con nostalgia, sonaba hermoso. Así fue bautizado y así seguiría llamándose. No iba a renunciar a su nombre, por caro que le costara, y así se lo hizo saber a todo el mundo. Por eso fue expulsado del colegio.

De regreso a su casa, Katachú siente que vuelve a vivir como siempre ha querido hacerlo. No han valido los ruegos de sus padres para que termine su bachillerato en la ciudad que la habían pintado como un paraíso.

- Soy feliz aquí -les dijo.

Se levanta temprano todos los días, como no lo había hecho en esos dos años vividos en la ciudad; ordeña las dos vacas que extrañaba tanto, se baña en el arroyo en el que nadie lo acosa, anda descalzo, ve las estrellas de las que conoce todos sus nombres, disfruta del canto de las aves. Y siente pena, mucha pena, por la gente de la ciudad que lo decepcionó.

Guardián de la felicidad, Katachú

Espera que algún día valoren lo que de verdad produce la felicidad.

Fin.

Katachú es un cuento corto del escritor Francisco Javier Arias Burgos © Todos los derechos reservados.

Sobre Francisco Javier Arias Burgos

Francisco Javier Arias Burgos - Escritor

Francisco Javier Arias Burgos nació el 18 de junio de 1948 y vive en Medellín, cerca al parque del barrio Robledo, comuna siete. Es educador jubilado desde 2013 y le atrae escribir relatos sobre diversos temas.

“Desde que aprendí a leer me enamoré de la compañía de los libros. Me dediqué a escribir después de pensarlo mucho, por el respeto y admiración que les tengo a los escritores y al idioma. Las historias infantiles que he escrito son inspiradas por mi sobrina nieta Raquel, una estrella que espero nos alumbre por muchos años, aunque yo no alcance a verla por mucho tiempo más”.

Francisco ha participado en algunos concursos: “Echame un cuento”, del periódico Q’hubo, Medellín en 100 palabras, Alcaldía de Itagüí, EPM. Ha obtenido dos menciones de honor y un tercer puesto, “pero no ha sido mi culpa, ya que solo busco participar por el gusto de hacerlo”.

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