En las tinajas de San Juan de Ulúa es uno de los cuentos de misterio de la colección cuentos infantiles de Raquel Eugenia Roldán de la Fuente sugerido para adolescentes, jóvenes y adultos.
A riesgo de sonar repetitiva, pues ya lo comenté en el prólogo, retomo la idea y pregunto, una vez más, qué son los fantasmas. Si aceptamos que pueden ser una emoción o sentimiento, positivo o negativo, que queda cuando se va de un lugar una persona que vive ahí algo muy intenso, y que algunas personas perciben y otras, como –por fortuna– yo, no notamos, entonces habría lugares especialmente “habitados” por tales fantasmas, como el Hospital Real de San Pedro, en el que ocurrieron casi todas las historias narradas en la primera parte de esta serie.
La enfermedad y la muerte son, sin duda, experiencias muy intensas. Pero hay otros sitios que han sido testigos de vivencias aun más intensas. Si las cárceles ahora son lugares donde transcurren momentos terribles, podemos estar seguros de que hace apenas un par de siglos, incluso menos, se vivían en ellas verdaderos horrores.
El fuerte de San Juan de Ulúa comenzó a construirse en el siglo XVI, a mediados de la centuria, como refugio para proteger a las embarcaciones de los frecuentes nortes y tempestades; luego, sirvió como baluarte para defender el puerto de Veracruz de los ataques de los piratas y otros enemigos de la España, y por último funcionó durante muchos años como prisión.
Como cárcel, fue teatro de algunas de las leyendas más conocidas de México, como son “La mulata de Córdoba” y el escape y muerte del famoso “Chucho el Roto”, especie de Robin Hood mexicano. También personajes menos legendarios fueron encerrados en sus mazmorras: criminales, presos políticos y héroes que quisieron liberar a la patria del dominio español.
Ninguno envejeció ahí, a veces porque era sólo lugar de paso para enviar a los prisioneros a ser juzgados en la metrópoli española, al otro lado del océano; otras veces la que los sacaba de ahí era la muerte, que con todo el horror del vómito negro y otras enfermedades era más misericordiosa que el desgranar de interminables horas a lo largo de los días, meses o años en la oscuridad, pestilencia y humedad que merecieron a sus calabozos el nombre de “tinajas”.
Otras veces, seguramente muchas, la muerte más espantosa descargó su guadaña entre las carcajadas de los celadores y verdugos, para quienes el dolor y la muerte ajena eran, además de un empleo, una incomparable diversión. Las tinajas fueron escenario, sin ninguna duda, de sufrimientos y torturas difíciles de imaginar, tristezas atroces, odios mortales y horas de dolor, locura y desesperación.
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Cuando nombraron al nuevo director de San Juan de Ulúa, convertido en museo y sitio turístico, quiso ir a conocer el lugar en un momento en que estuviera vacío para apreciar mejor lo imponente de su austera construcción. Su compañera de trabajo insistió en que fueran de noche, pensando que en esas circunstancias el ambiente sería mucho más sugestivo para su romántica y fecunda imaginación; le permitiría inventar actividades más interesantes y ambientar mejor sus historias.
No sentían ningún temor, pues ambos eran, al menos hasta esa noche, bastante escépticos respecto a los espíritus, fantasmas y otras presencias del mundo sobrenatural. Ellos nunca habían visto u oído nada y pensaban que, seguramente, esas patrañas son producto de una imaginación rebuscada o aun de la invención para burlarse de los ingenuos y los crédulos. No fantasmas pero sí misterios, leyendas y ecos del pasado, respiraban las paredes grises y una extraña mezcla de aromas: el olor salado del mar y un olor penetrante a humedad que casi, casi, tenían cuerpo.
Cruzaron en silencio el “Puente de los Suspiros”, y ella no pudo evitar exhalar uno pensando en cuántos prisioneros habrían, efectivamente, lanzado ahí su último suspiro al ver escapar para siempre sus ilusiones y su libertad. La grandiosidad del lugar se aprecia en toda su magnitud cuando se va de día, pero de noche la negrura del mar es imponente y los límites que de día se ven lejanos, de noche no se ven. Tan sólo sombras enormes y luces pequeñas les daban a conocer el puerto allá, a lo lejos, y la luz de la luna llena les mostraba los enormes y gruesos muros, como fantasmas emergiendo de las aguas.
También los sonidos nocturnos son distintos de los que acompañan a la luz del día: sólo se escuchaba el golpear de las olas sobre las paredes de piedra sumergidas y de repente, el triste Tuuuuu de algún barco lejano anticipando su llegada. Luego de caminar por los espacios abiertos, pensando y proyectando qué se podría hacer para mejorarlos o cómo aprovecharlos, llegaron a los calabozos y entraron al primero, conocido como “La Potranca Mayor”.
Al franquear la entrada el nuevo director siguió conversando de lo que pensaba hacer, mirando hacia todos los rincones y las húmedas paredes. Ella lo escuchaba, imaginando qué cosas podrían hacer en esos espacios que atestiguaron mil escenas históricas, qué actividades novedosas podrían inventar para capturar la atención de los visitantes y promover juegos culturales sin cuento.
Evocaba quizá las condiciones en que vivían allí los prisioneros, torturados por la humedad y la oscuridad y mareados por el olor de sus propios excrementos; tan vívida se presentó la imagen en sus ojos internos que le extrañó no sentir esa fetidez, sino sólo el olor a encierro y humedad. Pero, después de todo, al cabo de tantos años no es raro que ese otro olor haya desaparecido por completo. Más se tarda uno en narrarlo que en suceder lo que sucedió; apenas entrar lo sintieron.
Era algo muy desagradable que salía del suelo, una energía que salía del suelo y entraba a sus cuerpos desde los pies, pero esa energía que subía por sus piernas y se movía hacia arriba, queriendo llenarlos, era bestial y crecía en intensidad. Ella se quedó pasmada en el centro mientras él pasó hasta adentro, como si esa fuerza negativa lo jalara hacia una ventana ciega que había al fondo del calabozo. “¡Aquí! ¡Aquí!”, y señalaba hacia el suelo, cerca del rincón apenas iluminado por la luz de la luna que penetraba por la entrada.
Desde donde ella estaba, la voz de él se percibía muy extraña, no era su voz. Vino hacia ella y la jaló hacia donde la energía maligna se percibía con mayor fuerza. La sensación siguió creciendo.
El escalofrío que relacionamos con el miedo estremeció sus carnes; los vellos de sus brazos se erizaron y sus nucas se llenaron de gotitas heladas. “¿Qué es esto?, pero ¿qué es esto...?”, tartamudeaban. Hasta que se hizo insoportable y sin pensarlo ni ponerse de acuerdo, al mismo tiempo decidieron salir de ahí.
Él la tomó de la mano y la jaló hacia fuera, y ella lo siguió sin decir nada. Habrían querido correr, pues “algo”, algo tenebroso y más espeluznante por invisible crecía ahí adentro, parecía tener voluntad propia, parecía querer asfixiarlos sin que la inmaterialidad le bastara para impedirlo. Y parecía querer atraparlos ahí.
Como en cámara lenta consiguieron ir hacia fuera y caminar, tratando de hablar un poco para calmarse más que porque tuvieran algo que decir. Creían que al dejar atrás la penumbra, el olor a humedad y el ambiente de sofocante encierro dejarían también atrás esa horrorosa impresión, que habría sido momentánea.
No fue así. La fuerza negativa que salió del suelo llenó rápidamente la celda y, apenas habían caminado un poco en el exterior para alejarse de allí, los alcanzó. Recatando la voz, como temiendo que ese ser la oyera, ella le dijo una y muchas veces al director: “Di que no te quieres quedar, di que no te quieres quedar aquí”, como para convencerse a sí misma y a él de que podrían huir.
El pavor los invadió, pues ese algo no sólo se percibía como muy extraño, sino dañino o aun más, asesino, así que caminaron lo más rápido que la opresión les permitía, durante varios larguísimos minutos. Cuando casi pensaban estar a salvo, se dieron cuenta que aquello los había seguido. No veían a nadie, pero la certeza de estar siendo perseguidos era completa. Era como sentir a alguien volando tras ellos y unas garras a punto de clavarse en su cuerpo.
Tuvieron que llegar muy lejos para escapar del ente odioso, que tardó mucho en disolverse en el aire abierto, y aun así les duró mucho tiempo la sensación de angustia y opresión.
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Mucho comentaron después sobre lo que sintieron, cuestionándose si fue real o fue psicológico, producto de su imaginación o del ambiente opresivo, o tal vez una rara energía proveniente del ambiente natural, o alguna otra explicación racional.
Esa explicación tal vez exista, pero lo cierto es que no la encontraron. La pregunta, o mejor dicho, las preguntas son: ¿Qué ocurrió en esa celda, en esa prisión? ¿Por qué permanece ahí el horror de épocas pasadas? ¿Qué sucesos espantosos, qué sentimientos terribles se vivieron ahí? ¿Qué habría visto una persona más sensible aun, una de esas personas que perciben visualmente las presencias inmateriales?
Y, por último, ¿cuál y qué tan grave podría haber sido el daño que ocurriera a sus cuerpos, a sus mentes o a sus espíritus de haber permanecido un poco más de tiempo en las entrañas de ese calabozo? ¿Puede el recuerdo que deja una persona de su vida, el daño sufrido o causado a otro, por terrible que haya sido, dañar de algún modo a los que llegan después, cuando sólo quedan los fantasmas...?
Fin
En las tinajas de San Juan de Ulúa es uno de los cuentos de misterio de la colección cuentos infantiles de Raquel Eugenia Roldán de la Fuente sugerido para adolescentes, jóvenes y adultos.
De la serie “Sueños, voces y otros fantasmas”