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Cuando era pequeña, mi madre tenía en su habitación una caja muy bella. Era una caja pequeña, frágil, de un cristal tornasolado que no dejaba ver su interior. “Dormía” en la biblioteca que mi madre tenía en su cuarto, en el estante más alto, como para que nada la dañase, como para preservarse de cualquier mal.

Yo sentía fascinación por esa cajita que, en mi pensamiento infantil, contenía algo mágico o misterioso. Siempre le pedía que me la prestase y le prometía que la cuidaría mucho, pero mi madre jamás accedió.

Nunca entendí tanto cuidado por una cajita de cristal, hasta que un día creí tener la pregunta cuya respuesta me haría entender finalmente.

-¿Tienes un hadita en esa caja?-le pregunté creyendo que esa era la única razón lógica para tanto cuidado.

Me miró sorprendida un rato largo, sonrió y asintió con la cabeza. Yo lo creí; porque si algo bello tiene la infancia es la inocencia con la que vivimos y desde ese lugar todo, hasta un hada en una caja, es posible.

Pasé años pensando en cómo viviría el hada en la cajita, cómo sería, qué aspecto tendría. No le preguntaba a mi madre porque prefería imaginarla a mi modo.

Recuerdo que una mañana mi madre estaba muy triste o preocupada (en ese momento podía confundir ambos estados) y por la tarde la vi radiante, como si algo le hubiese devuelvo la alegría.

Entonces, volví a preguntar algo cuya respuesta me gustase escuchar.

-¿Te alegró el hada?

Me miró divertida y me dijo que sí, que esa hadita siempre le daba fuerzas para seguir adelante, para volver a empezar y para renovar sus ilusiones.

Y una vez más yo lo creí. Era tan fácil creerle a mi madre…

Esa ocurrencia infantil le fue muy útil a mi madre y fueron muchos los años en los que cuando yo la veía mal le pedía que hablase con su hada y otros tantos los que me contaba que había mejorado gracias a ella. Me decía que el hada le daba fuerzas, la alentaba, le daba ganas de seguir adelante y la hacía sentir menos sola.

El tiempo pasó y mi infancia también. La cajita seguía en su estante, siempre reluciente. Naturalmente yo ya no creía que en ella vivía un hada y mi madre no volvió a hablarle de ella.

No obstante, la cajita seguía ejerciendo sobre mí una atracción especial. ¿Qué guardaba mi madre allí? Para ella era algo especial también y ambas sabíamos que no era un hadita lo que hacía tan única esa caja.

Muchas veces sentí la tentación de abrir esa cajita y ver “su mágico contenido”, pero nunca lo hice. El respeto por mi madre siempre pudo más que mi curiosidad. Si algún día habría de enterarme el mágico secreto de esa caja, debería ser porque ella me lo contase y no a hurtadillas.

Aun cuando dejé de ser una niña, podía ver cómo mi madre siempre recurría a esa cajita. En sus momentos más difíciles lo hacía con mayor frecuencia. Iba a su cuarto, tomaba la pequeña caja, la abría y miraba su contenido. Y yo me quedaba mirándola, intentando descubrir –ya de más grande- cuál era ese mágico contenido.

Pasó mucho tiempo hasta que pude saber y ver de qué se trataba ese secreto que había acompañado mi infancia. El día que tuve mi primer hijo, mi madre vino a verme con su más bella sonrisa y la cajita guardada en su cartera.

-Creo que es hora que sepas de qué se trata. Sé que te ha intrigado siempre el contenido de esta cajita.

No pude ni quise negarlo. La miraba ansiosa mientras ella la abría con mucho cuidado, como si fuese a romperse de solo tocarla.

No esperaba ya un hadita sin duda alguna, pero el contenido me sorprendió: era la pulserita que le habían puesto en el sanatorio cuando yo nací y una pelusa algo descolorida que resultó ser ese primer cabello que me habían cortado a los dos días de nacer.

-No entiendo-dije.

-¿Qué es lo que no entiendes? Éste es mi tesoro, tú eres mi tesoro, mis fuerzas, mis ganas de seguir, mi aliento y compañía, siempre has sido tú.

-¿Por qué recurrir a esos recuerdos de recién nacida? Yo estaba ahí a tu lado, siempre lo estuve.

-Es cierto, siempre has estado. Pero estos recuerdos son los más valiosos que tengo pues pertenecen al momento en que fui madre por primera vez y mi vida cambió para siempre.

Aunque te parezca tonto, cada vez que yo abría esa caja y los miraba y tocaba, la misma fuerza que sentí en ese momento volvía a mí. El día que naciste supe que ya nada sería igual.

-Pero…-interrumpí. Ella continuó.

-Ese mágico día que te vi por primera vez, pensé que todo sería posible, que nada me detendría, que si había sido capaz de darte vida, sería capaz de cualquier otra cosa. Con el tiempo me di cuenta que no era así, que podemos dar vida una y otra vez, podemos sentirnos inmensas, pero eso no hace que todo a nuestro alrededor se vuelva más fácil. Por eso, cada vez que flaqueaba, cada vez que me sentía cansada, triste o decepcionada, recurría a esa cajita y al encontrarme con esos recuerdos, mis fuerzas se renovaban, una y otra vez.

Y entendí ¡Cómo no iba a entender si yo tenía a mi primer hijo en brazos y sentía lo mismo!

De todas maneras me di cuenta que no había estado muy equivocada durante mi infancia. Una persona que renueva día a día sus sueños, sus fuerzas, que comienza una y otra vez a pesar de los reveses de la vida, algo de hada tiene que tener en su corazón.

Fin

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