Saltar al contenido

Por Carlos Savariano

El fino taconeo de tus pasos

Me até los zapatos usando cordones compuestos con mis bigotes.

Como mi rostro empezó a sentir frío me dejé crecer el cordón de la vereda, en el área comprendida entre la nariz y el labio superior.

Esta circunstancia dio inicio a un ciclo de transformaciones edilicias que me incumbían en lo profundo, dado que se realizaban sobre mi persona.

Al borde del bigote una cuadrilla de operarios me instaló una columna; desde entonces una luz de mercurio me ilumina por las noches. Si el día es de esos espantosamente nublados, cuando la claridad merma, el dispositivo se enciende también; no me queda claro si el encendido responde a la programación o es un mero accidente.

Un gato viene siempre y se echa a dormir sobre mi bigote aprovechando el sol de la mañana, hasta que cualquier urgencia o algún asunto lo obligan a retirarse.

Si me duermo y me babeo se hacen charcos debajo de mis cordones. A veces pasan los barrenderos municipales y empujan mis babas a la alcantarilla y a veces no.

Los primeros tiempos supieron juntarse pibes en mis mejillas y jugaban a la pelota o al poli-ladron.

Después no vinieron más. Ahora sólo viene un coso con aerosoles y me pinta grafitis en el frontispicio.

A mis sienes las llamo esquinas u ochavas y estoy sospechando que mis orejas puedan llegar a transformarse en fuentes, cada una con su correspondiente chorro de agua cristalina. Porque desde que me dejé crecer los cordones de la vereda como mostacho me fui metamorfoseando en calle.

Pero no una acera cualquiera, sino una con aroma a magnolia y glicina y jazmín del cabo, donde los higos asoman por sobre las ligustrinas y las parejas de novios se afanan en los portales.

Una donde hacer un pozo junto al bigote y rellenarlo de arena silícea y un poco de arcilla y cal. Luego plantar un naranjo que florezca en septiembre y cada primavera yo muera y resucite entre perfumes de azahar. Cuando sople el pampero mi árbol se doblará hasta rozar el piso y con sus ramas escribirá garabatos que serán como trazos lingüísticos, mensajes cifrados destinados al mundo arbóreo.

Bien ya está hecho. Junto al tronco apoyé una botella de plástico llena de agua. No sea que me caguen los perros.

Cada tanto se me afloja alguna baldosa y efectúo los reclamos pertinentes al Gobierno de turno, instándolos a que se ocupen del tema. Incluso suelen hacerse baches en el asfalto, pero de estos no presento quejas porque los automovilistas, conociendo el estado de la vía, evitan transitarme. Es un detalle sumamente alentador: para los que nos volvimos calle, cualquier vehículo tanto sea a motor o tracción a sangre, es tan molesto como un mosquito.

En fin, la cuestión es que todos los días compro el matutino y salgo con un banquito a sentarme sobre mí mismo. Leo compulsivamente los horóscopos (occidental, chino, qué más da, si hubiera horóscopo para ratas lo leería igual) para ver si entre sus galimatías puedo tomar como una señal cierto disparate.

Cuando me aburro sigo el vuelo de los pájaros y le doy una interpretación distinta de acuerdo a sus destinos. Tuve que dividir el cielo en nano porciones, fue un proceso de signos ampliados a medida que se fueron incrementando las probabilidades. En general a todo pájaro o bandada que se dirige a los radios ubicados entren los extremos sur y oeste, inclusive, les asigno atributos esperanzadores.

No suele ser así con los trazos direccionados hacia las antípodas.

Si no se divisan aves, pierdo más que gano, jugando al cara y seca de la moneda en un revoleo constante que quiero convertir, igualmente, en vaticinio. En algunas oportunidades doy de comer a los gorriones que comen en mis manos de camino. No forman hileras aguardando sus raciones sino que se aproximan en un desborde caótico. Debe ser algo psicológico de ellos, porque desde que unos muchachos con el rostro cubierto me hicieron un piquete a la altura del cinturón, yo, calle, me he extendido hasta la punta de los dedos de ambos pies, cuestión que los plumíferos tienen suficiente espacio para ser más ordenados.

Si los resultados de todas estas estratagemas se dan de narices contras las paredes del acuario como un barbo ciego y si no transitan mis aceras los profetas, los clarividentes, los absurdos nigromantes, me doblo como una hoja de papel una serpentina un pionono un aro/una serpiente/el alfa y el omega y me voy disminuyendo, no tan pequeño como un punto, y me circulo de tal manera que mis oídos aterrizan en el embaldosado de mi pecho.

Y allí espero y escucho, atiendo y persevero, porque intuyo que ha de llegar el instante en que, entre los ruidos del trajín del mundo, la vanidad de los oficios humanos, yo percibiré, débilmente al principio, con rotunda nitidez al acercarte, el fino taconeo de tus pasos. De inmediato retornaré a lo que en mi aún permanezca de humano, me volveré carne nuevamente para festejarnos y me sentaré a la sombra del naranjo y sabré que, doblando el recodo de mis sienes, sin lugar a dudas, estarás volviendo.

Fin.

3/5 - (2 votos)

Por favor, ¡Comparte!



Comentarios y Reflexiones

Por favor, deja algunos comentarios

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Recibe nuevo contenido en tu E-mail

Ingrese su dirección de correo electrónico para recibir nuestro nuevo contenido en su casilla de e-mail.



Descubre más desde EnCuentos

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo