¡Déjenme salir…! es uno de los cuentos de misterio de la escritora Raquel Eugenia Roldán de la Fuente sugerido para adolescentes, jóvenes y adultos.
En esos años difíciles de la historia de Puebla cuando las ideologías fueron el pretexto, más que el motivo, para encender odios mortales entre facciones políticas, desaparecieron muchas personas. Algunas murieron y luego se encontraron sus cuerpos, a otras más hubo que darlas por muertas sin que se supiera nunca, en realidad, qué había sido de ellas.
El responsable de las muertes y de las desapariciones siempre fue un villano al que la sociedad identificaba a veces como “el gobierno”, con nombre y rostro, o más vagamente otras veces como un culpable anónimo, como “el poder”, sin tener cómo castigar a nadie.
Muchas peticiones quedaron sin respuesta y muchas lágrimas, y también muchas gotas de sangre, se secaron en el polvo que maquillaba las lajas de las calles coloniales del centro de la ciudad. A finales de la década de los sesenta o principios de los setenta, las marchas y mítines eran cosa de cada semana cuando no de cada día, y era frecuente que acabaran en tiroteo, golpizas y los consabidos desaparecidos.
La tarde de un viernes el hijo de Teresa y Leopodo fue detenido sin que ellos supieran, como muchos otros, la verdadera razón. Junto con un crecido grupo de jóvenes idealistas, exigían la liberación de otros compañeros y dos maestros, desaparecidos hacía meses.
Los pobres padres pasaron el fin de semana, y la semana siguiente, solicitando información en los separos de la policía y en el ministerio público, pero nadie parecía saber de su hijo. Luego de un par de semanas, sí aparecía su nombre por ahí, en alguna lista o en dos, pero sin que dieran razón de su paradero. Se hicieron asesorar de un abogado, pero éste apenas logró sacar un poco más de información que la que ellos ya tenían.
Cuando las pesquisas parecían acercarlos a la verdad, señalando al fin a un influyente personaje como vinculado a la desaparición de su hijo, alguien hizo desaparecer también a Leopoldo. Lo citó en su despacho un abogado que trabajaba para el gobierno, pero según el mismo abogado testimonió, Leopoldo nunca llegó.
Contra la palabra del abogado, ni chistar siquiera. Alguien aconsejó a Teresa recurrir directamente a la autoridad municipal, y luego de meses de hacer colas y antesalas, de turnar cartas y documentos y recibir rechazos, groserías y malas caras, por fin consiguió que le otorgaran una entrevista en palacio municipal, una charla con el secretario del edil que le aclararía sus dudas y, esperaba ella, le diera una pista o le ofreciera ayuda para encontrar ya no a uno, sino a dos seres queridos.
La hicieron esperar toda la mañana, pasó el mediodía y ella no había comido nada, y pasó toda la tarde y llegó la noche. Una vez y otra se dijo que no debía desesperarse, que así eran esas cosas, la burocracia y todo eso, y que debía tener paciencia. Salieron unas personas, entraron otras y volvieron a salir. Las últimas que salieron cerraron la puerta y cuando echaron llave supo que algo estaba mal.
Se levantó y se acercó a la puerta, que golpeó primero suavemente y luego con más fuerza para que la oyeran, pero nadie le respondió. “¡Déjenme salir!” −gritó una y otra vez golpeando la puerta, ya sin tratar de contener su desesperación. Durante las horas siguientes que pasó ahí, pidiendo a gritos que la dejaran salir, pensó mucho en su hijo y su esposo, y llegó a la certidumbre de que estaban muertos en algún lado.
También pensó que posiblemente sus hermanos o sobrinos tuvieran que buscarla después a ella, sin saber por dónde empezar…
Laura y Leticia trabajaban, a veces, toda la noche. En esos últimos días del año, que además eran los últimos del siglo y del milenio, el trabajo de cien años parecía haberse acumulado. La ventaja es que, al parecer, el presidente municipal recién llegado al cargo estaba enterado de su eficiente labor y posiblemente serían recompensadas: cuando se reestructurara la plantilla de personal del palacio de gobierno sería más probable que ellas conservaran su trabajo, de lo contrario…
Entre las dos tenían que revisar, foliar, ordenar, volver a revisar, archivar, pasar documentos de un expediente a otro. Y así sin ver el final. Serían como las once de la noche cuando las dos oyeron claramente, en la oficina de junto, unos golpes en la puerta y la voz en grito de una mujer: “¡Déjenme salir!”
La angustia del ruego las sobresaltó. Laura se apresuró a levantarse, extrañada pero casi sin pensar en lo insólito de que hubiera alguien encerrado ahí, a esa hora en que ya todos se habían ido, tanto trabajadores como extraños. “¿En qué podemos ayu…?” −dijo al entrar, y la pregunta se regresó de su boca a su garganta, sin terminar de salir. No había nadie, y la puerta estaba abierta.
Todavía sin pensar en otra cosa corrió a asomarse, tal vez la mujer que había gritado pidiendo auxilio había abierto la puerta y estaría en la siguiente oficina, o en el corredor. Pero no, tampoco había nadie. El pasillo iluminado por lámparas encendidas de trecho en trecho, se veía desierto. Al día siguiente, comentando el incidente, algunos compañeros les dieron una espeluznante explicación.
Al parecer, hacía muchos años esa oficina se usaba para hacer encerronas: algunas personas a quienes luego se daba por desaparecidas, pasaban primero algunas horas ahí hasta que alguien se hacía cargo de ellas. Los golpes que habían escuchado, además, no eran sobre la puerta sino sobre la pared, en una especie de nicho donde antaño hubo una puerta que daba directo al corredor y que ahora, luego de varias remodelaciones, había sido cegada.
Fin
¡Déjenme salir…! es uno de los cuentos de misterio de la escritora Raquel Eugenia Roldán de la Fuente sugerido para adolescentes, jóvenes y adultos.