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La silla de Oscar es uno de los cuentos cortos sobre personas con discapacidad del escritor Danny Vega Méndez sugerido para adolescentes, jóvenes y adultos.

Cae precipitadamente al suelo. Allí solo encontró el duro y frio relieve del piso. La rabia se mezcla con la tristeza y no le permiten levantarse o por lo menos conquistar su cama, una vez más. No quiere volver a soñar. Eso ya quedó en el pasado.

El esfuerzo es inmenso para quien no está acostumbrado a esta situación de la vida. Toma con firmeza la mano de una silla pero la fuerza hace contraste con las leyes de la física y la silla cede realizando un estrepitoso escándalo que hasta los más dormilones pudieran despertarse aunque estuvieran en el quinto sueño. Golpea iracundamente el piso hasta que su puño se enrojece producto de la fricción y los ya constantes maltratos.

Se prometió a sí mismo que no nunca más lloraría, sin embargo en momentos así las lagrimas tienen derecho propio a manifestar lo que el alma grita y siente. Ruedan formándose un camino en la mejilla de Oscar hasta caer una a la vez, luego son muchas y los sollozos explotan en sus labios mordisqueados por la presión de no mostrar sentimiento alguno.

Alguien abre la puerta de la habitación. Entre sus manos carga la ropa lista para su proceso de lavado. Hoy es sábado y la rutina es lavar la ropa de todos en casa, pues ella es una madre de familia programada para llevar a cabo todos los quehaceres del hogar sin reparo. Lo hace impregnando cariño y abnegación total. Esta vez lleva el uniforme de Estela quien producto de un accidente en la clase de Artística, ha manchado su camisa blanca. Escuchó el estruendo en el cuarto de Oscar.

Abre la puerta con su mano derecha cuidando siempre que la camisa no se caiga y se ensucie más o, lo que sería peor, la manchase puesto que puede que ella sea la que mantiene la casa limpia, pero no la que, como excusa de eso, esté siempre sucia. Mira dentro del cuarto localizando a sus pies al joven. Lo observa con detenimiento y continúa su camino. El tiempo apremia y no puede permitir que su agenda diaria sea alterada.

Los brazos de Oscar alcanzan la puerta para cerrarla vigorosamente. Algunos cuadros caen y piensa en lo desconocido que será el momento en que pueda volver a ver en su sitio. Se acuesta de espalda en ese suelo tan frío de la mañana de agosto. Lo hace para mirar lo único que ha mirado desde hace diez meses: el techo. No le molesta el frío que sienten sus pulmones. Sus abuelos le advirtieron de chico que no caminara descalzo y mucho menos que se acostara en el suelo, pues podría pescar una pulmonía.

Ahora no importa lo que le dijeron, ya que se siente unido perpetuamente al piso, al suelo, a la tierra. Escucha ruidos familiares en la cocina, pero no se inmuta a incorporarse. Palabras, sonrisas y comandos envuelven el ambiente; sonidos de platos, vasos y cubiertos que alegremente anuncian buenas nuevas para el paladar. Tampoco le importa. Alguien toca la puerta.

-¿Se puede? ¿Estás despierto? Te traje una rica porción del dulce de quince años de tu prima –es la abuela haciendo lo que mejor sabe como tal: tratar de consentir a su nieto-. Ella te manda saludos y dice que se sintió muy triste porque no fuiste. Dice que le hiciste mucha falta. Pero abre que te lo quiero dar personalmente. No me hagas ese desaire otra vez que yo…

La abuela no insiste. Hace un instante de silencio tras la puerta como queriendo sentir el alma de su nieto, atraparlo en un encanto de amor materno y brindarle todo lo que necesita. Fue ella quien le llenó la cabeza de ilusiones para estudiar aviación.

Sería uno con el infinito desafiando todo las leyes y burlándose de lo imposible. Con ese entusiasmo se preparó para entrar a la universidad, sabiendo que solo los mejores podrían entrar el próximo verano. Hizo grandes planes y trazó un futuro adornado con el glamuroso éxito.

Allí en ese espacio privado en la vida de todos, el cual llamamos sueños, se vio junto a su prima conquistando el azul del cielo para traerle un pedazo a sus queridas miedosas: su abuela y su madre. Vislumbra su cuarto gentilmente preparado con detalles claves para su nueva vida. Sus paredes son blancas y posee una ventana que da una vista única y fresca; por ella se cuelan las ramas del naranjo caprichoso que nunca dejó de meter sus ramas al cuarto. Una vez floreció y dio varias naranjas en ese mismo cuarto en donde ahora batalla la lógica con la esperanza.

Trata de incorporarse. Logra sentarse y divisa debajo de su cama una bola de béisbol que le trae recuerdos de sus travesuras. Fue en un verano cuando jugaba junto a sus amigos, y la calle era el estadio repleto de una fanaticada ilusoria que vitoreaba sus nombres. No era la primera vez. Siempre lo habían hecho.

A veces, el lugar era cambiado por la playa; así podrían, luego de un extenuando encuentro deportivo, darse un chapuzón, renovar fuerza y seguir jugando en el agua. Al fin eran niños y eran sus vacaciones. A Oscar le correspondía el turno de batear. Miró al lanzador con la seriedad de un profesional. Una recta no fue desperdiciada. La vio desde que salió y se preparó a pegarle con todas las fuerzas que poseía. El impacto fue violento y no menos la bulla de sus compañeros que estaban extasiados por tal proeza.

Sin embargo, a un oficial de la policía se le ocurrió estacionar el auto en lo que para ellos era el jardín central. Rompió el espejo del conductor. Ante tal suceso todos desparecieron con estupefacta velocidad El oficial preguntó por los responsables. Algunas personas cansadas por los gritos infantiles dieron nombres y apellidos para que hubiese un castigo ejemplar por tal algarabía en horas de la tarde. “Dígales que mañana los quiero a esta misma hora”, le indicaba al chinito de la tienda, el cual era un buen amigo de todos. Nadie durmió tranquilo aquella noche.

El lugar de reunión se volvió tétrico. Solo de pensar lo que sus padres le harían cuando se enterasen, los ponían nerviosos al punto de un paro cardiaco. La hora cero llegó y los acusados llegaron al lugar de la transgresión. El oficial llegó a la hora convenida en el mismo carro que poseía las marcas de la travesura del día anterior. Su porte autoritario imprime de temor a cuantos valientes se atrevieron a estar.

No obstante y para sorpresa de todos, el policía no pregunta por el culpable sino por el estado del marcador antes del suceso. Todos se miran. No lo pueden creer. El castigo por la travesura sería incluirlo en el juego. Aún no se lo pueden creer pero son niños y eso ya no importa. Oscar nuevamente está en el cajón de bateo y la vida le brinda la oportunidad de realizar por segunda vez la hazaña. Corre. Corre con todas las fuerza de su niñez. Corre como si el mundo se detuviese y el fuese libre de todo. Corre como si nunca pudiese detenerse.

Este fue el sueño que tuvo esta mañana. No se acordó que sus piernas y su cerebro ya no están conectados, y cuando intentó hacer algo rutinario se estrelló con su realidad: está inválido. Sigue allí en estado de olvido de sí mismo. Recordándose que lo único que puede sentir por él, es lástima y dolor. Se siente como un águila que no puede volar o como un pez sin agua.

Su madre abre la puerta para cambiar las sábanas. Cuidadosamente, quita las sucias para colocar unas nuevas que están olorosas a jabón de lavar. Acomoda algo que está mal puesto y piensa en levantar la silla que yace en el suelo junto a su hijo. Lo piensa mejor y se retira no sin antes comunicarle algunas palabras que se las llevó el viento.

Algunos curiosos se asoman a la puerta para ver lo que el destino irónicamente tramo a espaldas de todos. Tras cerrar la puerta, otra vez el silencio. Levanta la silla y trama un proceso lógico para poder levantarse apoyado en la silla de madera.

El esfuerzo es sobrehumano pues no es sólo musculo y resistencia, es luchar consigo mismo y convencerse de que puede hacer todo lo que se propone. Su principal enemigo, le dijo su prima la última vez que lo visitó con la fugaz esperanza de que aceptara ir a su fiesta, es él mismo. “Nadie puede ponerle un límite a tu voluntad. ¡Nadie!”, fueron sus simples palabras que surgieron en un arrebato de desesperación.

Escucha un chapoteo en el patio y la curiosidad lo invade. Quiere ver quién está haciendo tal sonido. Y otra vez intenta ponerse sobre sus pies pero a tiempo se acordó de su paradigmático estado.

Mira la ventana adornada por el naranjo que desde hace algún tiempo dejó de dar sus frutos mágicos contra el resfriado. Su imaginación lo traiciona llevándolo a aquel instante en que visitó el barco viejo que permanece en la playa. Inmenso y a la vez sorprendente. Las leyendas de su existencia no se hacen esperar. Dicen que naufragó toda una noche eterna pero misteriosamente su letanía existencial terminó en estas costas.

Un aire de misticismo y encanto lo envuelve, lo cual es un imán para los curiosos que arriesgadamente se atreven a hurgar en el pasado del oxidado barco, caminando por sus ya débiles pasillos y navegando con él hacia la nada. Oscar nadó hasta él, demostrando así que no tenía miedo por descubrir lo que tanto se decía de la enigmática nave.

La apuesta consistía en nadar hasta el barco, subir a la proa, saltar desde allí y nadar hasta la orilla. Lo que estaba en juego no era dinero sino la necesidad de gloria juvenil y alguna que otra caricia femenina.

Su prima interrumpe sus recuerdos abriendo escandalosamente la puerta para gritarle: “¡Cobardeee!”, y luego de igual forma la cerró, haciendo que ciertos portarretratos se caigan de la mesita de noche. Se cambia con mucho trabajo de la silla a la cama para poner en orden los portarretratos, lo cuales son producto de las labores escolares de su hermana. Los coloca amablemente junto a la biblia y a la lámpara, así cada vez que la encendiera pudiera iluminarlos.

Este cuarto es su mundo, su catillo. No ha salido del cuarto desde que sus piernas perdieran toda movilidad y sensibilidad; y a veces parece que su alma perdió también está dicha de sentir. En este espacio privado se negó a tener dos cosas: los espejos y la silla de ruedas.

Una vez que vino del hospital no la quiso; dijo que la odiaba porque ella le recordaba todo lo ahora se había convertido, en un dependiente de los demás. Los muchos ruegos y súplicas no lo conmovieron y desde entonces nunca ha salido del cuarto.

Quienes pensaron en su comodidad creyeron que estaría más cómodo en este lugar cercano a la cocina y a la sala, así cuando quisiese podría ir y venir a esos lugares con toda la facilidad que le brindase la silla de ruedas. Pero no contaron con su rotundo rechazo a ese instrumento en que otros han visto otra oportunidad de vivir la vida. Ni siquiera quiso pronunciar su nombre, nunca lo hizo.

Mira detenidamente el retrato en el que aparece junto a sus amigos de colegio. Lo mira con aquella mirada de algo que existe en otra dimensión o como un anciano cuando tiene ante sí las fotos de sus años mozos. Con una pasividad nostálgica, sus manos recorren la imagen sin pronunciar palabra. Decidió aislarse del mundo y de todos al punto de negarse ante cualquier visita amistosa; además, enmudeció para provocar más rechazo hacia él y así evitar todo contacto impregnado del fastidioso positivismo.

Esto provocó la frustración familiar que dio por resultado complacerlo en su ridículo deseo existencialista. Si quería algo, que no fuese lo necesario, tendría que salir por sus propios medios; esta fue la estrategia que han utilizado por largo tiempo sin resultado alguno. Su madre fue quien dio la orden pese a la negativa de su esposo quien vio como absurda tal imposición, pues se negó a que su hijo fuese humillado de esa forma. “Él es quien se ve menos que los demás; y él es quien decidió abandonarnos estando nosotros tan cerca de él”, fue lo que entre lagrimas declaró la mujer abnegada.

Desde que decidió morirse a la realidad no llamó a nadie por su nombre ni por su parentesco. Ni una sola vez dijo abuela, papá… No mostraba sonrisas ni tristezas. Las primeras eran signo de una ilusión vana; y la otra, evidencias de debilidad que inspiraba lástima en los demás. Era amable pero seco y sin calor humano a la vez.

Esto causó gran preocupación en todos, pues lidiar con su realidad familiar era una cosa, pero sentir la impotencia de no poder ser más que un espectador es algo totalmente diferente cuando hay amor de por medio. No se percató; pero está su madre frente a él con el delantal húmedo por la jornada de lavandería. Lo mira detenidamente, se acerca y lo sujeta firmemente por el hombro para decirle: “Tus piernas quizás ya no te sirven pero tú no solo eres piernas. ¿Lo entiendes? Cuando lo descubras estaremos allí para ti como siempre lo hemos estado ¡Atrévete a vivir!”. Y luego de eso, se fue dejando la puerta abierta.

Las personas pasan de un lado a otro mientras él mira hacia la nada. Solo puede escuchar los pasos de las personas que recorren el lugar para escaparse por una de las puertas. Con el tiempo y con nada que hacer pudo identificar el sonido de todas las pisadas.

El sonido del chapoteo se hace más notorio; ahora se mezcla con las carajadas de quienes están allí, reconoce unas voces otras no le son conocidas. Escucha un sonido familiar en la cocina. Sabe perfectamente a quien pertenece el sonido de esas sandalias y cree que es el momento de hacer algo importante.

Es cierto, en la cocina está su madre, la cual tranquilamente termina de preparar el almuerzo, pero es sorprendida al escuchar cuatro letras que quiso escuchar como nada en la vida. Cuatro letras que fueron el suspiro que su alma necesitaba. Nunca antes deseo tanto algo como escuchar esas letras mágicas, que sabía perfectamente con la certeza del instinto maternal, que algún día las volvería a escuchar y que cuando llegase ese momento, se volvería loca de felicidad.

-Mamá- le dijo Oscar mientras hizo un breve silencio-. Mamá, me traes la silla de ruedas; por favor. Quiero… quiero salir.

Fin

La silla de Oscar es uno de los cuentos cortos sobre personas con discapacidad del escritor Danny Vega Méndez sugerido para adolescentes, jóvenes y adultos.

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