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La mañana del mes de enero estaba muy fría y en un pueblo ubicado en pleno Pirineo Aragonés y muy cerca de una estación internacional de esquí, una feligresa María, la Tejedora, al abrir la iglesia de San Pedro para limpiarla, como solía hacer dos veces a la semana, y al encender las luces, se acercó hasta el altar mayor para rezarle una salve a Nuestra Señora, como venía haciendo desde hacía más de veinticinco años.

De repente se frotó los ojos extrañada y dio un grito, al ver que la preciosa imagen de la Virgen, Patrona del pueblo, estaba llorando y tenía un rictus de tristeza reflejado en su bello rostro.

—¡No puede ser, Virgencica!…¿Por qué estás tan triste?…Me parte el corazón verte esa carita tan guapa y sin una sonrisa que regalarnos—le dijo la mujer apesadumbrada—. Pero, ahora que me doy cuenta… ¿Estás llorando de pena?

—Tienes razón, María—le dijo el padre Miguel, el anciano párroco que llevaba más de treinta años al frente de la iglesia de ese y de otros cinco pueblos más de la comarca y que en esos momentos salía de la sacristía—. Yo ayer por la noche antes de acostarme y como suelo hacer, al ir a darle las buenas noches a la Virgen, me di cuenta de que estaba llorando su imagen y que esa sonrisa hermosa que el escultor plasmó en la talla hace cinco siglos, se había trocado en un gesto de tristeza.

—Padre Miguel. Esto es muy grave. Había que comunicar esta noticia al pueblo y que Carmelo, el aguacil, echara un bando convocando al vecindario a la iglesia. Eso sí, que no se enteren los medios de comunicación, pues no vamos a tolerar que algunos hagan un escarnio de nuestra fe.

Ni que nos llamen supersticiosos, ni beatos—dijo María, visiblemente asustada—. Pero usted que es tan inteligente ¿Por qué cree que la Virgen está triste?

El sacerdote miró a María a los ojos y en voz muy baja, como si no quisiera perturbar el silencio del templo en esa madrugada de diciembre, le respondió a María, la Tejedora:

—La verdad es que las noticias que diariamente nos traen los medios de comunicación españoles e internacionales son muy alarmantes: La crisis económica mundial, la corrupción imparable, el aumento vertiginoso del paro, los recortes generalizados de los derechos humanos y sociales, la insolidaridad, la disminución de ayudas a los países del Tercer Mundo, etc., son el pan nuestro de cada día y no me extraña que la Virgen esté …¡Muy triste!…
…Yo ya soy muy viejo y no sé cómo hacer para que de nuevo surja en los corazones de mis feligreses, esa llama de amor a su prójimo, esa generosidad, que es el bálsamo que curaría muchos de los problemas que vive, por desgracia, nuestra sociedad en este Siglo XXI.

—¿Eso es lo que le pasa, padre Miguel a la Virgencica?

—Si María. Si nos olvidamos del mundo, que es demasiado grande y nos centramos en nuestro pueblo, pues ya me siento un hijo más de este bendito lugar—dijo el padre Miguel—, veremos que lamentablemente, muchos vecinos tienen a sus hijos en el paro; a pesar de que esos hombres y mujeres se sacrificaron durante muchos años para que sus vástagos tuvieran una carrera, idiomas, y pudieran tener un buen trabajo el día de mañana. Y ya ves, María, o están hoy desempleados y sin esperanzas de conseguir un empleo lucrativo, o se han convertido en emigrantes y ya se han ido. o están a punto de hacerlo a otros países europeos, americanos e incluso orientales.

—¿Y en qué forma afecta eso que dice a nuestro pueblo?—preguntó María visiblemente preocupada.

—Mucho, por desgracia, María. Lo cierto es que por una u otra razón, los feligreses ya casi no aportan dinero en las colectas, ni les echan a los cepillos de las capillas de los Santos de su devoción, esas monedas, que llevo muchos años convirtiendo en alimentos básicos: patatas, leche, pan, harina, aceite, etc., para los pobrecitos del pueblo.

Yo soy muy viejo y lo peor es que la desesperación y la impotencia de los vecinos para solucionar los graves problemas que, en mayor o en menor medida les afectan, han hecho que muchos feligreses ya no vengan a misa, pues están enfadados con Dios y con la Virgen, por permitir que crezcan las desigualdades sociales en todos los países; mientras unos pocos, se van enriqueciendo más y más, rindiendo culto al dios Dinero y sin que les importe lo más mínimo el que por sus malas artes muchas familias hayan traspasado el umbral de la pobreza.

Terminada la limpieza del templo, María se fue a su casa y el padre Miguel, se preparó para la misa de las nueve, que estaba punto de comenzar, aunque tan solo dos señoras habituales a esta misa y un hombre con barba y mal vestido, ocupaban los bancos, esperando a que comenzase la liturgia.

La ceremonia religiosa transcurrió con total normalidad. Una de las feligresas pasó la bandeja y en el cestillo quedó un euro y cincuenta céntimos, como única colecta de la primera misa de la mañana.

Cuando el padre Miguel estaba dentro de la sacristía desprendiéndose de los ornamentos sagrados, el forastero, ese hombre con barba y mal trajeado que había estado oyendo misa, junto a las dos feligresas entró en la sala y le dijo al sacerdote:

—La Virgen está triste y les manda un mensaje de esperanza y apoyo. Ella quiere que a pesar de la crisis que afecta a Europa y al resto del mundo, a pesar de la corrupción y el gran azote del desempleo… Ella será feliz cuando la gente humilde siga siendo generosa y colabore y apoye a los que sufren.

Nuestra Señora quiere que nuestros gobernantes luchen decididamente contra la injusticia, las desigualdades sociales y que piensen en los ciudadanos a los que representan y que se esfuercen por lograr que estos, con su trabajo y cobrando un salario digno, puedan cubrir sus necesidades básicas familiares y el día de mañana, cuando se jubilen, tengan una pensión digna.

—¿ Y puede decirme usted, como consigo yo—le respondió el padre Miguel—un pobre ministro del Señor, un cura viejo, que la generosidad y la solidaridad vuelvan a fluir abundantemente en este pueblo, como sucedía antaño?…¿Y qué hago yo ahora sin alimentos básicos para dárselo a los vecinos más necesitados?…Este es el primer año en que la fuente de la caridad se ha secado en mi querido pueblo y yo no sé cómo se puede abrir de nuevo el grifo de la solidaridad.

—Yo soy un anacoreta, me llamo Serafín el Ermitaño y vivo en una cueva del Pirineo. Yo rezo a Nuestra Señora y ella me ha enviado este mensaje de esperanza, que si me lo permite quisiera comunicárselo a todos los vecinos esta misma mañana, a la salida de la misa de las doce.

—Ahora mismo voy a hablar con la alcaldesa para que convoque al vecindario a la una en la Plaza de España, en la puerta del Ayuntamiento—dijo el padre Miguel esperanzado.

El párroco fue a hablar con la alcaldesa y ella dio orden al aguacil a que convocase al vecindario, para darles un mensaje de un ermitaño, para lograr que la Virgen recuperase su sonrisa.

A la una de la tarde los setenta vecinos del pueblo, incluidos los niños que habían salido de la escuela, estaban reunidos en la Plaza. De repente se abrió el balcón del Ayuntamiento y tras la presentación de la alcaldesa, el ermitaño se dirigió al vecindario y les dio un mensaje de amor, de generosidad y de caridad, pidiéndoles que compartieran sus alimentos con quienes no tenían en el pueblo, ni un pedazo de pan para llevárselo a la boca. Alabó también la satisfacción que proporciona el ser solidario con nuestro prójimo y ayudarle a solucionar sus problemas y necesidades, bien sean materiales o espirituales.

El hombre de barba y pelo cano, vestido humildemente tenía fuego en la palabra y pese al frío reinante, nadie se movió de su sitio, ya que con su mensaje logró derretir el hielo de su indiferencia y calentar sus corazones.

—Y ahora vayamos todos a ver a la Virgen, que por nuestra pasividad y falta de solidaridad, se siente muy sola y triste—dijo el hombre con mucho énfasis—. Llevémosla en procesión por las calles de éste que es su pueblo y que vea vuestras casas y campos, y a vosotros hermanos, que, aunque últimamente no la visitáis con la frecuencia de antaño, estoy seguro de que la seguís queriendo como siempre.

Hagamos hoy, hermanos, que nuestras oraciones y nuestro amor hacia Ella, nuestra Madre, le ayuden a recuperar esa sonrisa, que es para nosotros una auténtica bendición y consuelo ante los gravísimos problemas que nos acechan.

Y así lo hicieron. Todos se dirigieron a la iglesia parroquial. Y pronto cuatro hombres jóvenes cargaron con la imagen que era transportada en andas. Al frente de la improvisada procesión de desagravio a la Virgen, que salió a recorrer las calles y plazas del pueblo como en las grandes solemnidades, iba Anselmo, el sacristán con el estandarte, seguido del padre Miguel. A su lado el monaguillo. Detrás la alcaldesa y los concejales, más la maestra y el médico. Luego todos los feligreses.

Rezaban y lloraban, imploraban la protección sagrada de la Virgen con el Niño una talla gótica de madera policromada, de la escuela castellana, de unos ciento cincuenta centímetros de alto, del siglo XVI, preciosa, recién restaurada.

Cuando la procesión terminó y todos acabaron en la iglesia parroquial, que por vez primera en muchos años, estaba abarrotada de vecinos, incluidos los agnósticos, el padre Miguel les habló diciéndoles que no tenía ni dinero, ni alimentos para socorrer a los pobres del vecindario.

Tampoco en el ropero parroquial disponía de ropas de abrigo para dárselas a las familias más necesitadas, en unos días tan fríos, como siempre y gracias a Dios, había hecho.

El anciano sacerdote que nunca fue un gran orador, aunque sí un ejemplo vivo de trabajo y honradez; sin papeles, improvisadamente hizo un discurso que logró traspasar las capas de indiferencia y egoísmo de los corazones de muchos de los asistentes y hasta alguno de los que presumían de duros, tuvieron que enjugar unas lagrimillas, porque esas palabras sinceras hicieron el milagro de que aflorasen sus buenos sentimientos.

—Ya sabemos que en todos los países del mundo, hay muchos corruptos, gentes egoístas y miserables que se enriquecen robándonos el dinero destinado a nuestro estado del bienestar y que blanquean el fruto de sus rapiñas en sociedades interpuestas que domicilian en paraísos fiscales.

Estoy de acuerdo con vosotros y apoyo vuestras legítimas reivindicaciones. Pero ¿Eso va a hacer que nos convirtamos en unos seres indiferentes con el dolor de nuestro prójimo?…Jueces hay y tribunales que los juzgarán y castigarán sus delitos. Creed en la justicia humana y por supuesto en la Divina.

Cada cual, en este mundo o tras su muerte, pagará por sus pecados y culpas. ¿Y qué es lo que podemos hacer nosotros mientras tanto?…Yo os lo diré hermanos, debemos rezar a Nuestra Señora para que nos devuelva nuestra generosidad y solidaridad, para que volvamos a ser, los que siempre fuimos, unos auténticos cristianos, unos buenos samaritanos.

De repente, Luisito, un niño de doce años, se acercó hasta el cestillo semivacío de la última colecta y sacando los cinco euros de su propina mensual, la que le daban sus padres para que se comprase chucherías, los echó en él, ante la mirada sorprendida de todos los asistentes.

Luego se levantaron varios vecinos, que fueron depositando unas monedas unos y unos billetes otros. Unas mujeres, Julia y Marisa, se ofrecieron ante todos para cuidar a dos ancianas viudas, pobres y sin recursos, que vivían en unas casas sin comodidades. Otros se comprometieron en ayudar económicamente y llevarles diariamente un plato de comida nutritiva a los vecinos parados de larga duración y sin ingresos…Un ganadero. Chema, prometió que llenaría el ropero parroquial con un montón enorme de abrigos, chaquetones, bufandas, etc., para que ninguno de sus convecinos pasara frío.

El padre Miguel lloraba de felicidad, tenía la garganta seca y al volverse hacia el anciano anacoreta, que había obrado el milagro, vio que había desaparecido. Se arrodilló ante la Virgen, y todos se quedaron gratamente sorprendidos, al ver que la venerada imagen ya no lloraba y que la sonrisa había vuelto a su bello rostro.

Ya nadie se preocupó por las malas noticias que seguían surgiendo en el mundo, porque habían bebido del cáliz de la esperanza y del amor al prójimo, como les había enseñado Jesucristo, con sus mensajes y ejemplos. Ellos/as solamente tenían que dejar que su conciencia actuara y se sentían muy felices siendo generosos y solidarios.

Y por cierto, aunque por todos los medios desde el Obispado y el Ayuntamiento se trató de encontrar a Serafín, el Ermitaño, para darle las gracias y convertirlo en hijo predilecto de ese pueblecito, no lo lograron.

Todos se quedaron de piedra, cuando localizaron en uno de los montes del Pirineo Aragonés una cueva, en la que había una inscripción en recuerdo de Serafín el Ermitaño, que moró en esa oquedad durante más de cincuenta años.

Lo extraño fue el comprobar que la lápida que encontraron, estaba fechada en 1850, es decir, ciento sesenta y cuatro años antes, de que diera su discurso en su pueblo, con palabras de miel y fuego, que llegaron directamente a sus conciencias, logrando romper las cadenas de indiferencia y egoísmo que las oprimían.

Fin
Cuento sugerido para jóvenes ya adultos

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