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Desde que tengo memoria, recuerdo a mi madre repitiendo ciertas cosas.

Pensé en algún momento que junto con el hecho de ser madre, venía una lista de latiguillos que se repetían todos los días, todo el tiempo, durante muchos años: termina la comida, di gracias y por favor, no me sueltes la mano, abrígate. Este último tenía para mí un significado especial. Mi madre nos repetía a mis hermanos y a mí una y otra vez estas frases y otras, pero cuando decía abrígate y no esperaba a que lo hiciéramos nosotros, porque ya lo había hecho ella, era un acto mágico.

Yo en ese momento, por pequeño que fuese, podía sentir que lo que estaba haciendo ella era infinitamente más que proveernos de un abrigo. Nos arropaba por la noche, nos colocaba una campera o saquito antes de salir, pero lo más bello de todo era su ritual con los pijamas en épocas de frío.

Por la nochecita, antes del baño, ella ponía mi pijama cerca de la estufa para que, cuando yo saliese del baño, tuviese algo tibio que ponerme y repetía su frase: “Ponte así osito abrigadito” y así ella era feliz y yo también. “Osito abrigadito” era un ritual que cumplíamos felices. Yo creo que en algún punto mi madre pensaba que recién bañadito y abrigadito nada malo podía pasarme y yo no sé qué pensaba en ese momento, sólo sé que sentía su infinito amor en ese simple acto de abrigarme.

A medida que iba creciendo, las cosas comenzaron a cambiar. Mi madre seguía repitiendo las mismas frase y seguía intentando abrigarnos a todos los hermanos, pero a mí –adolescente ya-me fastidiaba y mucho. Ya no lo sentía como un mimo, sino como una invasión, me molestaba seguir escuchando las mismas frases una y otra vez.

Recuerdo que pensaba que yo no tenía la culpa si ella era friolenta y que abrigarme y abrigarnos era ya una manía. No permitía que me arrope y jamás usaba la campera que me alcanzaba antes de salir. Subido al pedestal de mi incipiente juventud creía que no la necesitaba ya y mucho menos necesitaba un abrigo. En esos tiempos olvidé lo que había significado para mí ese gesto tan de mi madre y todos los años en que lo había disfrutado y necesitado en verdad.

Cuando ya fui adulto y pude bajarme del pedestal de la juventud, nuevamente cambió mi modo de ver las cosas. No es como mirar un paisaje desde una cima y apreciar su esplendor. Cuando de madurar se trata, las cosas se ven mejor a menor altura, más reales, más profundas. Con la adultez las cosas toman su forma definitiva, tienen su peso real y así se comprenden. Y si ese ser adulto en el que nos hemos convertido, deja algo de espacio al niño que fuimos, también se ve el alma de todo lo que nos rodea.

Hoy soy un hombre maduro, ya no vivo con mi madre. Decido qué me pongo y que no, cuando me abrigo o cuando no y está bien que así sea. Hoy, que soy un hombre, vuelvo a apreciar como antes o mejor que antes, ese gesto de amor que significaba para mi madre “abrigarnos”. Y a pesar de ser hombre, siento que necesito, más de una vez, que mi madre me abrigue.

No he tenido un buen día y ya son varios días que no son buenos, camino casi sin darme cuenta, mientras pienso, hacia la casa de mi madre.

Necesito verla, necesito su sonrisa y sus palabras siempre alentadoras. No tengo frío en el cuerpo, pero sí lo siento en el alma.

Por eso, nada mejor que visitarla, nada mejor que estar con ella, nada mejor que me diga “abrígate” y tal vez si tengo suerte y como antes, ella no espere a que yo lo haga y me abrigue ella primero.

Fin
Cuento para jóvenes y adultos.

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