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Un cuento distinto

Un cuento distinto. Cuento infantil de amor de príncipes sugerido para niños a partir de ocho años.

Este es un cuento distinto, les diría que muy distinto a todos los demás.

Un esbelto y joven príncipe vivía en el palacio junto a sus padres, la reina y el rey. Era valiente, generoso y le gustaba cabalgar por largo tiempo con su bello caballo blanco.

Cierto día, salió con su caballo a dar un paseo largo, muy largo y descubrió un lago hermoso y junto a él una pequeña casita. Se bajó del caballo y comenzó a caminar atraído por la belleza de ese lago. Cuando estuvo más cerca, vio a una joven que lavaba ropa y cuya belleza era aún más grande e imponente que la del lago mismo.

El joven la miró embelesado y se enamoró perdidamente. La joven levantó la vista y también miró al príncipe.

Hasta aquí, nada muy original ¿verdad? Pues bien, a seguir leyendo:

-¡Buen día doncella! Permíteme presentarme, soy el príncipe Augusto II ¿Cuál es tu nombre?

-Buen día príncipe, yo soy Amanda III-contestó la joven con una muy bella sonrisa.

-¿Amanda III?-.repitió el príncipe sorprendido.

-¡Ah príncipe engreído! ¿Tú crees que sólo en la realeza se repiten los nombres? Pues no. Verás, mi familia tampoco ha sido muy original. Mi abuela se llama Amanda y mi madre también, así que aquí me tienes soy Amanda III ¿A qué debo el honor de tu visita? No quisiera ser descortés pero tengo mucha ropa para lavar y si me entretengo hablando, Amanda II o sea mi madre, me reprenderá.

El príncipe se quedó callado. No era usual la belleza de la joven, pero menos aún que fuese una Amanda III y menos todavía la frescura con que le hablaba. Eso por no decir que nunca nadie le había dicho que fuese breve porque tenía mucha ropa que lavar.

Intercambiaron unas breves palabras y el príncipe siguió su camino, pero no pudo dejar de pensar en ella. Así fue que volvió todos los días a visitarla.

Con el correr del tiempo y las visitas a la bella doncella, el joven príncipe confirmó lo que su corazón le había dicho en un primer momento: estaba enamorado, muy enamorado.

El príncipe habló con sus padres de lo que sentía por la joven, temía que por no pertenecer a la realeza sus padres la rechazaran. No fue así, los reyes, además de reyes, eran buenos padres y buenas personas y sabían que para casarse con alguien no importaban los cetros y las coronas, sino el amor.

-¿Y ella te corresponde?-preguntó entusiasmada la reina.

-No lo sé, aún no le he confesado que la amo-contestó el príncipe.

-Pues deberías empezar por ahí hijo, luego vemos el resto-dijo su padre.

El príncipe partió en busca de Amanda III dispuesto a confesarle su amor. Estaba feliz porque, si bien no se lo había preguntado, presentía que era correspondido y también porque pensó que ningún problema podría haber en aceptar un príncipe heredero como futuro esposo.

Pobre Augusto II… (Les adelanté que el cuento sería distinto).

Cuando el príncipe le confesó su amor a Amanda III, la joven saltó de alegría y lo abrazó pero enseguida dijo:

-Bueno veremos qué dicen mis padres.

-Supongo que no tendrán problemas ¿Qué puede haber de malo en aceptar un príncipe como esposo?-preguntó desconcertado el joven.

-Más de los que tú puedas imaginar. Además, ahora que lo pienso bien tampoco te conozco tanto, siento que te amo, pero… ¿Y si luego no comemos perdices porque no somos felices?

Amanda no era una joven común y sus padres tampoco.

-Así que jovencito, usted pretende casarse con mi hija-Dijo el padre de la joven tomándose la barba.

-Bueno… Claro que sí… Es lo que más deseo en el mundo-contestó sorprendido el príncipe.

-¿Y con qué cuenta si no es mucho preguntar?-Dijo la madre de Amanda III.

Más desorientado aún Augusto II respondió:

-¡Soy un príncipe!-respondió el joven ya tomándose la cabeza.

-Eso ya lo sabemos-dijo el padre.

-Vaya novedad-dijo la madre.

-Mire jovencito, no dudamos de su situación económica y que podrá darle a Amanda III un buen techo, hermosos vestidos y excelente comida, pero no es lo que más nos importa-dijo el padre.

-Necesitamos saber si usted tiene buen corazón y discúlpeme la franqueza pero siendo príncipe tenemos muchas dudas acerca de su sencillez-agregó la madre.

-Además-intervino Amanda III- Yo no estoy acostumbrada a los lujos y tampoco los quiero. ¿Qué tal si no me resulta cómoda la corona de princesa? ¿Qué pasará si yo quiero seguir caminando descalza por el parque, tú me obligarás a usar zapatos con tacos? ¿Y si quiero comer una manzana de un árbol, vendrá un sirviente a alcanzarme una bandeja de plata?

El príncipe no podía creer lo que escuchaba. No era un joven que abusara de su condición de príncipe, pero jamás pensó que eso fuese un problema para casarse.

-Mire jovencito, no le será nada fácil ganar el corazón de mi hija y nuestro permiso, deberá probar su sencillez de alma y de corazón, también queremos conocer a sus padres y el lugar dónde vive. Piénselo y si está dispuesto a probar que dentro suyo hay mucho más que lujos, podrá desposarse con Amanda III.

El joven subió al caballo aturdido. Cuando les contó la conversación a los reyes casi ni él mismo podía creer lo que estaba diciendo. Pensó que sus padres se enojarían y pensarían en que Amanda III y sus padres eran tres impertinentes. Ya podía oír de boca de su padre un “Habrase visto tamaña desfachatez” y de la boca de su madre algo así como “estas personas no saben lo que dicen”.

Augusto II iba de sorpresa en sorpresa.

-Tienen razón-dijo el rey.

-Sin dudas-agregó la reina-hijo ellos no conocen tu corazón, tu alma, tus verdaderos sentimientos, no está mal que duden. Una corona y un caballo blanco, no necesariamente hacen de alguien una buena persona.

-¿Entonces deberé probarles que soy bueno?-preguntó desconcertado.

-No te costará probar quien eres realmente, tú lo sabes, nosotros lo sabemos, pero ellos no.

Y fue así que, por primera vez en la historia de los cuentos de príncipes y princesas, el joven heredero al trono tuvo que probar no solo su sencillez de corazón, sino la humildad de su alma.

Además de varias otras cosas tales como comer en platos que no fuesen de plata, pescar aquello que se cocinaría por la noche, vestir otro tipo de ropas que no fueran las acostumbradas. Curar animales, cosechar manzanas, apreciar el fuego de un hogar sentado en el piso, comer una pata de pollo con la mano y varias cosas más.

No le fue difícil pasar por esas pruebas porque Augusto II, aunque príncipe, era sencillo, humilde de corazón y además porque amaba profundamente a Amanda III y podía acomodarse a su mundo sencillo y sin lujos.

Y fue así que los padres de Amanda III le concedieron la mano de su hija. La boda fue muy sencilla, no hubo vestidos de gala, simplemente un lindo traje para Augusto II y un bonito vestido para Amanda III.

Luego de la ceremonia, la feliz pareja no partió a su viaje de bodas. Decidieron dar un largo paseo en bote por el lago. El mismo lago que los había unido y que veía con alegría que cuando hay amor todo es posible, incluso que un príncipe heredero sea aceptado por una joven campesina.

Fin
Todos los derechos reservados por Liana Castello.
Cuento sugerido para niños a partir de ocho años.

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