Saltar al contenido

Por Liana Castello. Cuentos sobre la vejez

Alejo es un maravilloso cuento con muchos valores y temas que deberían dejarnos pensando y hacernos reflexionar de Liana Castello, escritora argentina. Cuentos para reflexionar.

Alejo

Alejo. Cuentos para reflexionar sobre la vejez

Hace años que le dimos asilo a Alejo. Llegó un día con una mezcla de esperanza y desamparo en su rostro. Alejo es un perro que hoy ya tiene once años, está ciego pero sigue siendo el mismo perro encantador al que rescatamos del abandono.

Apareció en la puerta del taller donde yo trabajaba y allí le dimos abrigo y un hogar. Ninguno de los empleados podíamos llevárnoslo a casa y por eso se instaló allí y resultó ser un excelente compañero de tareas que alegraba nuestros días.

Los fines de semana, nos turnábamos para darle de comer y hacerle un poco de compañía. Alejo se convirtió en uno más de nosotros, en un amigo al que todos queríamos por igual.

Un día, triste por cierto, nos avisaron que el taller cerraría y más allá de que cada uno de nosotros debiera buscar un nuevo trabajo, debíamos buscarle un nuevo hogar a Alejo.

Todos estábamos preocupados por nuestro trabajo y nuestras familias, pero también nos preocupaba y mucho nuestro amigo, ese perro viejito y ciego que era un sol y al que no podíamos abandonar, ni queríamos hacerlo.

Habíamos pegado cartelitos por la zona, fuimos a las veterinarias más cercanas, le preguntamos a amigos, familiares y conocidos, pero no tuvimos suerte. Imagino que muchos debieron pensar que resultaba poco tentador hacerse cargo de un animal viejo y ciego. Lo que nadie sabía o imaginaba siquiera es que Alejo irradiaba luz propia y podía hacer feliz a quien le diera un hogar.

La vida da sorpresas y así como Alejo apareció hace años en el taller, un día apareció un ángel disfrazado de anciano a quien yo había visto alguna vez caminar con paso lento por el barrio.

Se acercó a preguntar algo que ya no recuerdo, pues cuando lo vi, el alma me dio un vuelco.

-Es él -me dije.

Cuando se lo comenté a mis compañeros de trabajo, creyeron que había enloquecido.

-Es un anciano, no puedes darle la carga de tener que cuidar a un perro.

Algo me decía que Alejo no sería una carga para el abuelo, sino que por el contrario, pero por prudencia no hice lo que me dictaba el corazón que era ir a buscar al anciano. No hizo falta de todos modos. Ese ángel disfrazado volvió al día siguiente con los ojos llenos de esperanza.

-Tengo entendido que no le han encontrado un hogar a este viejo perro -dijo sonriendo.

-No aún abuelo -contesté amablemente.

-No busque más mi hijita, ya lo tiene, se vendrá conmigo no más, entre viejos nos entenderemos de maravillas.

-Disculpe abuelo –interrumpió un compañero de trabajo- Alejo es ciego, si bien se arregla solito, digo, por ahí, es una carga para Ud. ¿no le parece?

-No mi hijito, la verdad no me parece. Yo tampoco veo bien y tengo el paso lento. Estoy solo y necesito compañía, ambos nos necesitamos.

-¿Está seguro abuelo? -insistió mi compañero.

-Muy seguro. Quédese tranquilo muchacho que no le pediré al perro que me lea el diario, ni que corramos carreras, nos arreglaremos perfectamente. No se hable más del asunto.

Y no se habló más porque no hicieron falta las palabras. Alejo se levantó del suelo donde dormía cómodamente y sabiendo perfectamente dónde estaba su nuevo amigo, se le acercó lamiendo su mano.

-Bueno amigo, no te ofreceré lujos, pero verás qué cómodos estaremos los dos -dijo el abuelo feliz.

Cada uno de nosotros se despidió de ese tan querido amigo con una mezcla de sentimientos, pena por tener que darlo, felicidad porque había encontrado un hogar y miedo de estar dejando que el anciano cometiera un error.

El error lo estábamos cometiendo nosotros en dudar, de eso nos dimos cuenta con el tiempo.

Alejo y el abuelo se entendieron de maravillas, se acompañaron, caminaron juntos con el mismo paso lento que los años le habían dado a ambos y se disfrutaron mutuamente. El abuelo no volvió a sentirse sólo, Alejo tuvo un hogar de verdad, un hogar en serio.

Y para cuando el taller cerró, todos habíamos aprendido mucho, no sólo a empezar de nuevo, a entender que la vida quita y luego vuelve a dar, sino a revalorizar la vejez. Nos dimos cuenta que nunca es tarde para dar amor, para cuidar de alguien, para acompañar y sentirse acompañado.

Y sobre todo, que cuando el paso se vuelve lento, siempre es mejor que lo acompañe el paso de otro que vaya a nuestro ritmo.

Fin.

5/5 - (1 voto)

Por favor, ¡Comparte!



Por favor, deja algunos comentarios

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Recibe nuevo contenido en tu E-mail

Ingrese su dirección de correo electrónico para recibir nuestro nuevo contenido en su casilla de e-mail.



Descubre más desde EnCuentos

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo