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Biografía de Ana Frank

Ana Frank

«Nos veo a los ocho y a la Casa de atrás, como si fuéramos un trozo de cielo azul, rodeado de nubes de lluvia negras, muy negras.

La isla redonda en la que nos encontramos aún es segura, pero las nubes se van acercando, y el anillo que nos separa del peligro inminente se cierra cada vez más. Ya estamos tan rodeados de peligros y de oscuridad, que la desesperación por buscar una escapatoria nos hace tropezar unos con otros.

Miramos todos hacia abajo, donde la gente está peleándose entre sí, miramos todos hacia arriba, donde todo está en calma y es hermoso, y entretanto estamos aislados por esa masa oscura, que nos impide ir hacia abajo o hacia arriba, pero que se halla frente a nosotros como un muro infranqueable, que quiere aplastarnos, pero que aún no lo logra.

No puedo hacer otra cosa que gritar e implorar: «¡Oh, anillo, anillo, ensánchate y ábrete, para que podamos pasar!».

» El Diario de Ana Frank, noche del lunes, 8 de noviembre de 1943 *

* La historia de Ana Frank comienza con una niña cualquiera, alguien con quien podrías haber compartido pupitre en clase. Tenía unos ojos grandes color de avellana y el cabello ensortijado y oscuro. Era una niña popular y llena de vida que estaba siempre rodeada de amigos. La mayor parte del tiempo, Ana se sentía en el séptimo cielo.

Pero a ratos tenía miedo. No le faltaban razones: Adolf Hitler gobernaba Alemania por aquel entonces y había jurado que se desharía de los judíos. Ana Frank era una judía alemana. Ana nació en Francfort el 12 de junio de 1929. Desde el comienzo se hacía escuchar. ¡No paraba de chillar!

Cuando su hermana, la pequeña Margot, se asomaba a la cuna, no podía evitar reír. Su hermanita Ana tenía una mata de pelo color negro y unas orejas que asomaban como las de un duendecillo. La familia de Ana era afortunada. Tenía dinero y el padre tenía trabajo. Pero para mucha gente en la Alemania de aquellos años, la vida era una lucha implacable. Se culpó a Alemania de haber iniciado la Primera Guerra Mundial y tuvo que pagar grandes cantidades de dinero en compensación por la destrucción causada.

Aquél fue un severo castigo. Diez años después de finalizada la guerra, Alemania estaba sumida en la más absoluta pobreza. Demasiada gente se encontraba sin trabajo. Muchos no tenían qué comer. Pero todos recordaban lo rica y poderosa que había llegado a ser Alemania, una de las más grandes naciones del mundo, de tal modo que los alemanes se sentían cada vez más enfadados y desgraciados.

Buscaban echarle la culpa a alguien -y fue entonces cuando las cosas comenzaron a cambiar de un modo espantoso para los judíos. Había un hombre llamado Hitler –un hombrecillo rígido con bigote– que hablaba todo el tiempo y prometía grandes cosas. A su alrededor se congregaban grandes multitudes.

Eran personas sin trabajo, sin esperanza, ¡Cómo extrañarse de que lo aclamaran cuando prometía devolver a Alemania su poderío y riqueza! Hitler odiaba a los judíos, y no le importaba contar toda clase de mentiras acerca de ellos. ¿Quién tenía la culpa de todos los problemas de Alemania? Hitler tenía la respuesta.

Acusó a los judíos de quedarse con los mejores puestos de trabajo y arrebatarles el pan de la boca a los trabajadores. Y esto no era justo, porque los alemanes eran especiales: ¡la mejor raza del mundo! Así que más y más personas acudían a oírle y a votar por el Partido Nazi, el partido de Hitler.

Al comienzo no suponía una amenaza, era sólo una chispa. Pero la chispa se convertiría en llama y la llama en un incendio que acabaría arrasando toda Europa antes de que pudiera ser apagado. Se podía atemorizar a los judíos de muchas maneras y hacer que se sintieran despreciados, incluso a los niños.

En la escuela, los niños comenzaban a fijarse en quién de entre ellos era judío. Algunos se burlaban de sus compañeros y llegaban a intimidarlos. Era un trago muy amargo para los niños judíos ver cómo chicos y chicas que habían sido sus amigos los zarandeaban e insultaban.

Y pronto tuvieron que sentarse aparte, en un rincón del aula. Era aún peor en el mundo de los adultos. La gente dejó de dirigir la palabra a sus vecinos judíos. Las vitrinas de las tiendas judías eran destrozadas. Los judíos eran acosados en la calle, incluso les propinaban palizas las bandas de gamberros a los que Hitler llamaba sus Tropas de Asalto. Si trataban de defenderse, los arrestaban y deportaban. Al comienzo, los judíos se sintieron desconcertados ante tanto odio.

Pronto sintieron miedo. Muchos abandonaron Alemania. En cuanto al señor Frank, preocupado por su familia, encontró trabajo en los Países Bajos y un piso no muy caro para todos ellos en Amsterdam Ana se quedó en casa de su abuela durante el traslado. Se reunió con su familia el día del octavo cumpleaños de Margot.

¡Qué sorpresa! ¡Ahí estaba la pequeña Ana, encaramada como un duendecillo sobre la pila de regalos de Margot! El edificio de apartamentos donde vivían los Frank tenía un jardín. Todos los niños del vecindario salían a jugar cuando hacía bueno. Hacían el pino, jugaban al escondite entre los matorrales, patinaban deslizándose por el pavimento.

Para avisar a sus amigos, no llamaban a la puerta o tocaban el timbre. Les bastaba con silbar una melodía que todos conocían, Ana no había aprendido a silbar, así que tenía que cantarla. Una mañana de invierno Ana acompañó a su padre a la oficina, donde le presentaron a la asistente, que se llamaba Miep.

Miep ayudó a Ana a quitarse su abriguito de piel blanco y le dio un vaso de leche. Le enseñó a usar la máquina de escribir. ¡Ana era precisamente el tipo de niña lista que a Miep le hubiese gustado tener! Miep no podía saber que algún día su vida pendería de un hilo debido a los Frank, pero se encariñó con Ana desde el primer momento.

Ana y Margot iban a distintos colegios. Por fortuna, ya que Ana era traviesa en la escuela. ¡Nada que ver con su hacendosa hermana! A Ana nada le gustaba tanto como contar chistes y hacer muecas hasta que toda la clase, incluso los maestros, se echaba a reír. A las amigas de las dos hermanas les encantaba ir de visita a su casa, ya que la señora Frank preparaba los más deliciosos dulces.

¡Y cuando el señor Frank se sumaba a ellas se convertía en la estrella de la fiesta! Siempre se le ocurría alguna historia divertida que contarles, o les enseñaba un juego que acababa de inventar. Todos niños lo querían. Pero nadie podía olvidar la campaña de odio desatada por Hitler.

Muchos judíos alemanes huían a Amsterdam, y el señor y la señora Frank escuchaban angustiados las horrorosas historias que contaban. Historias de intimidaciones feroces, de campos donde sin ninguna razón se encerraba a la gente y se le obligaba a trabajar para los alemanes.

Y llegó el momento en que el poderoso ejército alemán comenzó a avanzan Gran Bretaña y Francia le declararon la guerra, pero las tropas germanas lo barrían todo a su paso. Pronto vieron los holandeses, indefensos, cómo los soldados alemanes desfilaban por las calles de Amsterdam.

De nuevo los judíos eran brutalmente atropellados, y los ciudadanos holandeses no tardaron en comprender que era peligroso salir en su defensa. Se ordenó a todos los judíos mayores de seis años que llevaran puesta una gran estrella amarilla con la palabra Jood impresa.

Hasta a los más pequeños se les podía prohibir la entrada a lugares públicos, como parques y cines y piscinas. A Ana le encantaba ir al cine, pero ahora ya no la dejaban entrar. Tenía que conformarse con su colección de carteles de artistas famosos, sus fotografías y postales. ¡Y nadie se tomaría la molestia de quitárselas!

Era demasiado tarde para huir hacia otro país. Y las cosas sólo podían empeorar. El señor Frank trabajaba en un gran edificio a orillas del canal. Algunas de las habitaciones traseras de la parte alta estaban vacías. Poco a poco, cautelosamente y a escondidas, trasladó muebles y provisiones a este anexo del edificio, e hizo que instalaran un retrete y un lavabo.

Si los alemanes los hubieran descubierto, a él y a sus valientes amigos holandeses, el castigo habría sido terrible. Pero todo salió bien. Ahora estaba preparado si estallaba una crisis. Y no tardo en estallar. Margot había cumplido dieciséis años. Un día del verano de 1942 llegó una carta, donde le ordenaban que abandonara su hogar y se presentara al servicio del trabajo obligatorio. Esto quería decir trabajar para los alemanes.

Probablemente su familia no volvería a verla nunca más. Tenían que desaparecer, y rápido. A Ana y Margot les dijeron que recogieran sus tesoros más preciados. Con el corazón en la boca, Ana lleno un maletín con sus objetos más queridos: libros escolares, cartas, un cepillo y unos bigudís, pero sobre todo, el diario que le habían regalado en su último cumpleaños. Lo aplastó todo con manos torpes y temblorosas.

Al día siguiente, temprano por la mañana, se embutió en varias camisas y pantalones, dos pares de medias, un vestido, una falda, una chaqueta, un impermeable, un par de zapatos fuertes, un gorro y una bufanda. Sólo así podía llevarse su ropa –cualquier judío que cargara con una maleta levantaría sospechas.

Dejaron el piso con las camas en desorden y el fregadero lleno de platos sin lavar, y un pedazo de papel con una dirección falsa garabateada, para despistar a los vecinos. Ana se despidió de Moortje, su gatito querido. Lloraba amargamente. ¿quién podría asegurarle que volverían a verse de nuevo?

Miep los estaba esperando en la oficina del señor Frank. Rápidamente y sin hacer ruido, la siguieron por un largo pasillo y subieron por una escalera de madera que daba a una puerta gris. Por ella se llegaba al refugio secreto. Ana miraba sorprendida a su alrededor. ¡Su padre había hecho todo esto, lo había preparado todo, sin decir nada a nadie! ¡Pero cuánto desorden! Cajas y cartones, cosas apiladas y amontonadas…

La señora Frank y Margot sólo alcanzaron a desplomarse en las camas ante este panorama, agotadas de tanto miedo y nervosismo. Así que Ana y su padre se pusieron manos a la obra para ordenarlo todo. Desde esa mañana, día tras día, semana tras semana, tuvieron que permanecer ocultos.

Durante las horas en que había actividad en el edificio, tenían que guardar silencio en el refugio como si fueron ratoncitos; no podían ni siquiera abrir un grifo o vaciar el retrete. Estaban en constante peligro de ser descubiertos y denunciados a la policía. ¡Cuánto anhelaban las visitas de Miep cuando los empleados se habían marchado! Siempre estaba de buen humor y les traía noticias de lo que sucedía, junto con periódicos y libros para pasar el rato, y cosas que les traía de la compra.

Tener que permanecer callada durante todo el día… ¡Aquello era casi insoportable para una niña como Ana! El reloj de una iglesia cercana la reconfortaba. Daba los cuartos, y ello le recordaba que aún existía un mundo ahí afuera donde los niños iban al colegio y jugaban juntos y no les aterraba que los vieron u oyeron.

Pronto se mudó a vivir con ellos otra pareja con su hijo, Peter. Ahora había siete personas escondidas en el exiguo refugio, y pronto llegaría una octava. ¡Cómo extrañarse de que se sintieron irritados y molestos todo el tiempo! Ana era la más joven, y la que más sufría.

Era inteligente e imaginativa, nerviosa y sensible, y de todos modos habría tenido una adolescencia difícil. Ahora tenía la sensación de que siempre se le echaba la culpa cuando algo salía mal, mientras que nadie criticaba a Margot. Quería a su padre más que nadie, pero incluso él a veces la reñía, y eso no podía soportarlo.

Muchas noches lloraba en su cama. Necesitaba desesperadamente a alguien con quien hablar, alguien que pudiera comprenderla. No podía ser Margot, tampoco Peter, que era perezoso y mimado, además, no le había gustado nada al principio. Se volcó en su diario, el diario de sus cartas dirigidas a la «Querida Kitty», una niña que había conocido hacía tiempo.

Ahora anotaba hasta sus más íntimos pensamientos porque Kitty no podría leerlos, de manera que no podía inventar historias. Aquel librito era su secreto más preciado.

Describía la vida en el refugio, las riñas y los dramas. Escribía acerca de su amor por la naturaleza, que para ella se limitaba al pedazo de cielo y la copa del castaño que veía a través de la ventana del ático. Escribía sobre el terror, sobre el terror y el pánico. Sus sentimientos hacia Peter cambiaron a medida que se hacía mayor.

Comenzó a comprenderlo. Se querían cada vez más, y ella empezó a escribir sobre el amor y la esperanza. Cuando el librito estuvo lleno, Miep le trajo más papel. Por las noches bajaban todos a la antigua oficina del señor Frank a escuchar la radio. Ana se acercaba a veces a la ventana y escrutaba a través de las cortinas.

Qué raro se le hacía estar mirando a la gente en la calle, como si ella fuera invisible, como si estuviera envuelta en un manto mágico sacado de un cuento de hadas.

Todos parecían tan apurados, tan ansiosos, y sus ropas estaban tan gastadas. La misma Ana iba vestida como un espantapájaros, y no había nada que hacer. Alemania estaba perdiendo la guerra. Al llegar la noche, oleadas de bombarderos pasaban sobre sus cabezas en su ruta hacia las ciudades alemanas que iban a destruir.

Su terrible bramido hacía vibrar el cielo nocturno. Si una bomba cayera en el refugio, todos los que estaban dentro morirían. Pero por ese entonces Ana ya estaba enamorada de Peter, o casi. Sentada a su lado en el ático, sintiendo su brazo protector sobre sus hombros, se sentía feliz.

Hablaban de lo que pensaban hacer cuando acabara la guerra; a veces, se quedaban así, sentados, sin pronunciar palabra, mientras pasaba otro día y la luz del cielo lentamente declinaba. Era un amor tan dulce y frágil como las flores del castaño que veían por la ventana.

Como la guerra estaba a punto de terminar, quizás los habitantes del refugio dejaron de ser todo lo cuidadosos que habían sido al comienzo. El caso es que alguien notó algo y los denunció. Hubo quien reclamó el dinero de la recompensa que los alemanes pagaban por cada judío capturado.

Y empezó la pesadilla. Se oyeron los golpes, el estrépito del allanamiento. Ruidos de botas en las escaleras, hombres rudos y armados en uniforme. Estaban atrapados, no había adónde huir, no había dónde esconderse… Y de repente, el inmenso espacio abierto, la luz y el aire… demasiado para quienes habían vivido encerrados durante más de dos años.

El 4 de agosto de 1944 se llevaron a los ocho refugiados. El refugio fue asaltado y saqueado. Cuando Miep subió la escalera en la noche de aquel fatídico día, se encontró con un auténtico caos. Las páginas del diario de Ana estaban desperdigadas por el suelo. Miep las recogió y escondió en un cajón, con la imposible esperanza de que la familia algún día regresara.

Pero sólo el señor Frank regresó después de la guerra. Lo habían separado de su esposa e hijas. Sabía que su mujer había muerto. Y rezaba por la suerte de Ana y Margot. Pero, desgraciadamente, las dos habían muerto de tifus en un campo de concentración alemán. Cuando llegó la mala noticia, fue a su oficina y se sentó en su escritorio.

Se sentía terriblemente solo. Ya no le quedaba nada. Pero Miep se acordó del diario. Lo buscó y se lo entregó, diciéndole:

–Esto es para usted, de parte de su hija Ana. Ana Frank era tan sólo una niña, y su corta vida había acabado. Su historia apenas comenzaba.

¿Qué sucedió con el diario de Ana después de la guerra?

Los amigos de Otto Frank le animaron a que publicara el diario de Ana. La primera edición fue publicada con el título El refugio secreto, en junio de 1947, en los Países Bajos, por la editorial Contact, con 1.500 ejemplares.

En 1950 se publicó la primera traducción del diario al alemán y las dos versiones en inglés aparecieron en Gran Bretaña y en Estados Unidos en 1952.

En 1955 se llevó a escena por primera vez una adaptación dramática de El Diario de Ana Frank, y en 1959 se realizó la primera película basada en esta obra.

La casa en la que Ana se escondió durante más de dos años abrió sus portas transformada en museo en 1960, y en ella se conserva el original del diario.

Aproximadamente un millón de personas la visitan cada año; está ubicada en el centro de Amsterdam, en el 267 de Prinsengracht.

Fin
Barcelona, Lumen, 2005
 Cuento perteneciente al Proyecto Cuentos para Crecer.

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