Saltar al contenido

No está científicamente comprobado. Historias de familia

No está científicamente comprobado. Historias de familia

No está científicamente comprobado. Lydia Giménez-Llort, escritora española. Historias de familia.

No está científicamente demostrado pero mi madre siempre me ha asegurado que comer conejo hace poner a la gente nerviosa. Y lo tenemos comprobado: cuando alguna vez comió conejo se puso nerviosa y yo, también.
En el aeropuerto acabo de ver un libro sobre el conejo como protagonista de la dieta mediterránea que me ha recordado sus palabras. A decir verdad, hace años, muchos años, que en casa no entra un conejo. Y ahora que lo pienso tampoco acostumbro a verlo en el menú del comedor universitario, pero creo que debe ser más bien porque sale caro.
Mis primas tuvieron una granja de conejos y aunque crían mucho, no es lo mismo que tener pollos. Aún recuerdo la emoción contenida mientras María Jesús medio abría, sigilosamente, la tapa de madera del cajón para que Amparín y yo pudiéramos fisgonear dentro del nido.
Era un privilegio poder ver el pequeño mogollón sonrosado que se movía bajo el manto de piel de la coneja. Todavía recuerdo la voz de María Jesús, regañándonos cuando nos reíamos en demasía porque, según ella, ‘se echarían a perder por nuestra culpa’.
Lo mejor eran los conejos de mi abuela. De esos sólo había tres, así que tocaba a uno por nieto: Estrellita, Ringo y Billy el rápido (porque era el que más corría). En la cuadra, medio a oscuras, sólo con la luz de una bombilla de 25W que pendía con un cable del techo, se creaba el entorno perfecto para jugar a pillar a conejos sin que la abuela ni nuestras madres lo supieran.
El secreto mejor guardado de cada verano era ese ratico de la tarde, a la hora de la siesta, mientras todos quedaban endormiscados nosotros nos escabullíamos para bajar a la cuadra y regocijarnos abrazando y acariciando a nuestros peluches de verdad. La culpabilidad por la travesura siempre estaba al acecho y no tardó en hacerse llegar.
Fue el día en que descubrimos asustados que la jaula de Estrellita estaba vacía. Mi prima Montse, la mayor de los tres, le echó la culpa a Toni, el pequeñajo, por no haber cerrado bien la portezuela de la jaula. Aquella tarde la pasamos buscándolo desesperadamente para evitar que  la abuela lo descubriera. No lo conseguimos. Estrellita no apareció por ningún lado.
Tres días después, en domingo, la abuela preparó sus gachas acompañadas de platos de bacalao, conejo, ajoaceite y tomate frito. Aún sin saber porqué, ninguno de los tres comió conejo, sólo bacalao. Aquella misma tarde descubrí con horror una piel dejada a secar. Era un pelaje blanco con manchas de color beige. No me atreví a preguntar ni a decirle nada a Toni ni a Montse y guardé silencio sepulcral sobre el fatal hallazgo. Entonces recordé una foto del álbum familiar, en la que mi madre llevaba un chaleco de piel, piel de conejo, y entonces comprendí algo que siempre me resultó extraño.
Entonces comprendí porqué yendo tan bien vestida su mirada era el de una niña triste. Y es ahora que, haciendo esta reflexión en voz alta, entiendo algo más: el por qué, aunque no esté científicamente demostrado, comer conejo nos pone nerviosas a las dos.
Fin

 
 

Califica esta entrada

Por favor, ¡Comparte!



Por favor, deja algunos comentarios

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Recibe nuevo contenido en tu E-mail

Ingrese su dirección de correo electrónico para recibir nuestro nuevo contenido en su casilla de e-mail.



Descubre más desde EnCuentos

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo