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No se acuerda bien cuándo comenzó todo.

Santiago tenía meses escuchando cuchicheos entre los adultos, reuniones con caras tristes que ocurrían lo mismo en una recámara, la sala o en la cocina de casa de sus abuelos. A las reuniones por supuesto que no estaba invitado, pero como él sabía que en ellas hablaban de cosas importantes trataba siempre de escabullirse por algún rincón con cualquier pretexto para escuchar lo que pudiera.

“No hay más. El Doctor dijo que no pasamos de esta semana y tenemos que estar cerca de él, que se vaya tranquilo…”, escuchó Santiago de voz de su abuela, quien hablaba por teléfono queriendo y no que la oyeran como si al decir esto se fuera yendo de poquito a poquito el dolor.

El abuelo de Santiago, Alejandro, llevaba meses enfermo, muchos meses, tantos que para él y su hermano pequeño Nicolás la situación ya no era una condición extraordinaria.

Cuando colgó el teléfono su abuela, se dio cuenta que tras de ella estaba Santiago con ojos gigantes tratando de entender lo que había escuchado, quizás por su cabeza pasaron millones de cosas pero sólo alcanzó a preguntar: “¿Qué le va a pasar a mi abuelo?”

La abuela Reyna, respiró profundo y sin tratar de llorar le dijo: “Pronto se va a ir al cielo”.

Esa tarde, Santiago se quedó muy pensativo. Entendía que su abuelo estaba enfermo, que su familia estaba sufriendo y que pronto su abuelo se iría a otro lugar, pero ¿Por qué al cielo? ¿Por qué no al mar, al campo, a las montañas, a la playa? ¿Por qué al cielo?

Él sabía que muchos ángeles como los llamaba su mamá, estaban justo allá arriba en ese cielo del que hablaban sin excepción alguna todos los adultos cuidándolo y protegiéndolo, pero ¿cómo llegaban hasta allá? ¿Y si esos ángeles no estaban allá arriba? ¿Quiénes eran todos esos ángeles? ¿Su abuelo Mario, su abuela Irma, sus bisabuelas a las que llamaba Bibu? ¿Cómo era estar allá arriba?

“¿Si no me están viendo cuando tengan que cuidarme? ¿Cómo le hacen para saber cuándo protegerme?, ¿Cómo se ven? ¿Si los veo me van a dar miedo?”… a Santiago no le quedaba claro y se hacía mil preguntas.

Varias noches después de esa conversación con la abuela, Santiago no pudo dormir. Pidió un día a sus padres que durmieran con él, otro que él durmiera con ellos, otro más que durmieran los cuatro juntos todas las noches no importando que incluyeran al latoso de su hermano Nicolás, que durmieran como pudieran, como se pudiera, pero todos juntos, no quería estar solo en su cama y seguir imaginando cómo es que lo vería su abuelo desde allá arriba, desde el cielo.

Una noche, cuando ya todo estaba apagado en su casa, sus padres y hermano dormidos y hasta el latoso perro del vecino había guardado silencio, Santiago abrió de repente los ojos pues sintió que estaban viéndolo muy de cerca, quizás demasiado cerca.

Se bajó de la cama, se volvió a subir, se tapó hasta la cabeza, dio un par de vueltas y al no lograr su cometido, tuvo que gritar: “Mamaaaaaaaaaa, Papaaaaaaaaaaa, vengan no puedo dormir, tengo miedo”.

Pero sus padres estaban profundamente dormidos, no atendieron el llamado tan ahogado de un niño de nueve años muy espantado por la imponente oscuridad.

Un poco temblando y ya muy dispuesto a pararse de la cama para encender alguna luz, Santiago de repente pudo distinguir en su recámara cada sombra, supo que la manga de su chamarra no era la mano de ningún zombie saliendo por el clóset y que el libro que se había quedado mal acomodado en el librero no era ninguna hacha gigante que le cortaría la pierna; se quedó observando varias figuras mientras el miedo se iba y comenzó a concentrarse en las estrellas que había en el techo y en su closet y que siempre estaban iluminadas por la noches…

Se perdió entre esas estrellas, subió, salió o bajó al espacio. Ya estaba entre esas estrellas, podía tocarlas, una a una, estaba flotando, volando, ligero sin que nada lo angustiara.

Vueltas, brincos, una que otra caída mientras pasaba de una estrella a otra y sí, mucha alegría. Todo era negro, pero veía muy bien las estrellas, eran brillantes, luminosas, pero no lo cegaban, ahí estaban jugando con él.

Pero fue cuando trató de alcanzar una estrella muy pequeña que se veía arriba de donde él estaba, cuando se volteó de la cama y con su brazo pegó en el escritorio que estaba junto y se despertó. Se dio cuenta que todo había sido un sueño, que no estaba brincando entre las estrellas y que seguía en su cama, pero ya sin miedo.

Cerró los ojos y cuando dobló su brazo para ponerlo bajo la almohada y acurrucarse de nuevo, escuchó: “No estaré en el cielo, ni en las estrellas, ni en la playa, ni en las montañas, estaré aquí siempre contigo, cerca de ti, acomodando tu almohada y tus cobijas”. Santiago abrió los ojos, no vio a nadie y pensó que seguía soñando.

Al día siguiente fue a la escuela como cualquier día normal, estudió, jugó con sus amigos, se quejó de la tarea y regresó a su casa con su pequeño hermano Nicolás. No acababa de sentarse a la mesa para comer, cuando su nanita con lágrimas en los ojos le dijo que su mamá quería hablar con él. Santiago tomó el teléfono y su mamá le dijo: “Tu abuelito se acaba de ir al cielo”.

Santiago sintió que su corazón se rompía en mil pedazos y como una explosión de dolor, las lágrimas fueron lo primero que salió. No entendía por qué ni su mamá ni su papá estaban ahí para abrazarlo, no entendía por qué Nicolás preguntaba “¿Mi abuelo se fue al cielo en avión? ¿Ya llegó? ¿Cuándo vamos nosotros?” con esa inocencia que los cuatro años le regalan a cualquier ser humano.

No, los abuelos no se van al cielo pensó. Los abuelos se quedan con nosotros para siempre, cerca, cerquita y te ven mientras juegas en tus sueños.

Fin

Los abuelos no se van al cielo es uno de los cuentos sobre la muerte de la escritora Kelly Johana Andica Asprilla para niños a partir de nueve años.

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