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Sin rencores es uno de los cuentos de pistolas de la colección cuentos cortos del escritor David Gómez Salas sugerido para jóvenes y adultos.

Recuerdo bien aquel disparo que hizo al portón mi amigo Fernando Flores uno de los hermanos llamados «Los Rosareños» aquel primero de enero de 1964. Vi desmayarse al vaquero que minutos antes nos había amenazado pistola en mano.

Fernando(26 años), Roberto(24 años) y Felicito(22 años), eran tres hermanos que vivían en un rancho llamado «El Rosario» en el municipio de Cintalapa, Chiapas. Eran personas dignas de ser figuras inventadas para una novela de acción.

En esa época también vivía en el rancho, como huésped, un aventurero que aprovechando que Cintalapa estaba aislada de México y el mundo, se presentaba como «Mickey Spillane» un escritor estadounidense famoso. Era blanco, frente ancha, 1.7 metros de altura, complexión media y tenía como 40 años.

Ese año en el Palacio Municipal, arriba de la comandancia, se celebró el baile de fin de año o de año nuevo, es lo mismo. La fiesta inicia el 31 de diciembre y termina el primero de enero. Asistimos al lugar armados.

En total llevaban cuatro pistolas y una escopeta. Yo tenía 14 años, lógicamente no tenía arma alguna. «Los Rosareños» dejaron sus armas en el interior de su Pick Up, pues estaba prohibido ingresar a la fiesta, portando un arma.

La policía revisaba a detalle a cada persona antes de cruzar la puerta de entrada y una vez que verificaba que la persona no portaba arma, autorizaba su ingreso. Era por una puerta que conducía a una escalera por la cual se accedía al salón de eventos del gobierno municipal, ahí fue la fiesta.

A la una de la mañana, un amigo de los Rosareños ya con varios tragos puestos, tuvo un conflicto con la policía y lo arrestaron. Los Rosareños no estaban dispuestos a que su amigo pasara encarcelado la noche de fin de año, así que bajaron a la Comandancia para pedir que lo liberaran. Los policías les temían y lo liberaron con la condición que el borrachín no se quedara en la fiesta. Los Rosareños se comprometieron a llevarlo a su casa.

Fernando le pidió a «Mickey Spillane» que llevara al amigo a su casa y me pidió que lo acompañara. Acepté de inmediato, pues no sabía bailar y además en la fiesta no había mujeres de mi edad.

Subimos al problemático vaquero a la Pick Up, la cual estaba estacionada en batería frente a la Comandancia, pero no podíamos salir porque al frente estaba el jardín de la plaza central y atrás de la Pick Up se encontraba un camión de tres toneladas, estacionado en doble fila, bloqueando la salida.

Una vez que subimos al borrachín a la Pick Up, regresamos a la fiesta y localizamos al propietario, el cual accedió a mover su camión. El sujeto se dirigió a su camión abrió la puerta y saco de la guantera un revólver, giró hacia nosotros y puso el revólver en la nariz de «Mickey Spillane» y le dijo: a ver pinche gringo ¿Qué vas hacer? no pienso mover mi camión y no vuelvas a joderme en la fiesta…

Al ver y escuchar lo anterior, permanecí sin moverme, estaba parado a un lado de «Mickey Spillane» el arma se encontraba a medio metro de mi rostro.

«Mickey Spillane», sin inmutarse, le contestó: Mira mariconcito te voy a quitar el arma y te voy a dar una madriza si no mueves tu pinche camión.

En ese momento arribó Roberto y le dijo al sujeto: ¿Pues qué te traes cabrón, no sabes que son mis amigos?

El tipo bajó el arma, subió a su camión y se retiró. Ya ni siquiera regresó a la fiesta. Transportamos al borracho a su casa y cuando regresamos a la fiesta, aún estaba libre el espacio donde nos estacionamos la primera vez.

La fiesta terminó a las seis de la mañana, todos estaban borrachos ― menos yo —no vendían bebidas alcohólicas a menores. Tampoco podía beber si me invitaban pues me habían advertido que si tomaba alcohol, aunque fuera poco, la policía me sacaría de la fiesta.

Al concluir la fiesta, cerca de 25 rancheros de entre 20 y 40 años, empezaron a jugar en la calle a empujarse para ver que tan borrachos estaban y que tan fácil era derribar a un camarada. Jugaban como niños, todos reían, todos caían y se levantaban, algunos caían juntos al empujarse y otros caían sin ser empujados, simplemente caían por correr borrachos. Todo esto sucedía frente a los policías que también se carcajeaban.

Yo me divertía viendo. Deseaba que mis amigos ganarán en aquel juego en donde nadie contaba el número de caídas y en consecuencia nadie podía saber con certeza quiénes acumulaban menor número caídas.

Felícito se había quitado su chamarra de piel y con ella golpeó en la cara a un ranchero, lo hizo en forma de juego, pero olvidó que en la bolsa de la chamarra tenía una caja de balas, con la cual le lastimó en un ojo. El individuo reaccionó enojado corrió a su automóvil por su pistola y lo mismo hicieron otros cinco amigos que lo acompañaban.

Como el juego continuó entre los demás participantes «Los Rosareños» siguieron jugando sin percatarse que volvían al sito seis borrachos armados. De pronto los seis hombres armados amenazaron a «Los Rosareños» apuntando con sus pistolas y les gritaron que se iban a morir ahí mismo.

Roberto, Felícito y «Mickey Spillane», sin armas, les hicieron frente. Roberto les advirtió que las armas se sacan para usarse porque si no las usaban se los iba llevar la chingada. El valor de estos tres hombres sorprendió a los amenazantes rancheros y no dispararon de inmediato

Fernando sorprendió por atrás a uno de ellos y lo desarmó. Les dijo: Ahora sí, suelten sus armas o aquí no quedamos todos.

Los borrachos entregaron sus armas y «Los Rosareños» las guardaron en su Pick Up.

Uno de los desarmados reaccionó y gritó:

– ¡Lo peor que le pueden hacer a un hombre es desarmarlo, así que mejor mátenme!

Fernando sacó de la Pick Up una escopeta y el borracho se colocó en un zaguán con puerta madera, levantó los brazos —hizo «El Cristo»― y esperó el balazo… Fernando disparó a puerta de madera un lado del valiente y éste cayó desmayado.

Se acabó la fiesta, todos nos fuimos a casa, hasta los policías.

La tarde del primero de enero, Rosareños, Rosareñas —sus guapas hermanas― «Mickey Spillane» y yo, nos reunimos en el rancho «El Rosario» alrededor de un asador a platicar lo sucedido en la fiesta y a comer la carne asada que prepararon «Las Rosareñas». Después de las cuatro de la tarde fueron llegando uno a uno, los seis vaqueros desarmados; recogieron sus pistolas, tomaron unos tragos, comieron unos tacos y, entre risas y penas, todos nos dimos un abrazo.

Fin
Sin rencores es uno de los cuentos de pistolas de la colección cuentos cortos del escritor David Gómez Salas sugerido para jóvenes y adultos.

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