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El pequeño faro ⛯ «Está igual que siempre ¡Cuánto hemos echado de menos en el pueblo al viejo faro!»

Por Conchita Bayonas.

El cuento «El pequeño faro» relata la sensacional historia de un faro blanco, pequeño y discreto que se encuentra en la punta de un cabo al final de una bahía. El faro, que se siente viejo y sin fuerzas, es cuidado por el farero José y su familia, quienes viven en las dependencias del faro. A pesar de sufrir continuamente el embate del mar y del viento, el faro siempre permanece encendido para guiar a los barcos en su camino hacia la costa.

Sin embargo, un día, un accidente cambia la vida de la familia y, aunque el faro se siente culpable y deja de iluminar, un cambio fortuito y un reencuentro hacen que la historia tenga un final feliz. Es un cuento de la escritora Conchita Bayonas, de España. Veamos qué devuelve la alegría al pequeño faro.

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El pequeño faro

El faro blanco, pequeño y discreto observaba tímidamente todos los días las aguas bravas del Cantábrico, como si mirase al horizonte asomado desde un balcón.

No recibía a los barcos imponentemente cerca de la costa, en medio del batir de las olas, como alguno de sus compañeros, no; él aparecía colgado de una pequeña elevación del terreno en la punta de un cabo que cerraba la bahía.

El pequeño faro - Cuento
Foto de Erik Mclean

Sin embargo cuando había temporales, el agua llegaba hasta él y estaba cansado de aguantar sus embestidas, que azotaban continuamente sus costados: en invierno las tormentas y borrascas, y en verano las galernas. Eran estas las que más le asustaban.

El viento, que se producía casi repentinamente, empezaba como una fresca brisa, hasta que se convertía en un huracán; entonces todas sus paredes crujían bajo su fuerza y temía desmoronarse en cualquier momento, como si fuera un castillo de arena, de los que hacen los niños en la playa.

La humedad se introducía entre sus vigas y ladrillos y, de vez en cuando, sufría de artritis. Solo su escalera de caracol se mantenía vigorosa, aunque se cimbreaba desde el primer peldaño hasta el último, como hacen las palmeras cuando son movidas por el viento.

En la torre estaban las dependencias en donde vivía la familia del farero: José y Lucía con sus dos hijos Pedro y Rosarito. José cuidaba del faro, lo limpiaba, bruñía la escalera de caracol para que estuviese perfecta y lo mantenía siempre encendido, iluminando la bahía cuando la noche era tan oscura, que las miradas de los marineros buscaban desesperados encontrarse con su pequeña luz, señal de que ya estaban en casa.

Entonces, cuando algún barco se acercaba a la costa guiado por él, todos sus sufrimientos se sentían recompensados. Antes, lo encendían con leña, después llegó el petróleo y por último lo electrificaron. Ahora siempre estaba más limpio y tosía menos. Pero de todas formas, él se sentía viejo y sin fuerzas. Había conocido varias familias de fareros, pero afirmaba que a la que más había querido de todas era a la de José.

Papá, esta escalera de caracol es mágica, en un momento subo desde el suelo hasta el cielo -decía Rosarito a grito pelado mientras se asomaba desde el balconcillo que rodeaba la linterna.

Es más divertido bajar que subir -le replicaba Pedro deslizándose por la barandilla a una velocidad muy peligrosa para un niño tan pequeño.

¡Te vas a matar! -le gritaba su madre.

¡José! tienen que prohibirles que hagan eso. Como sigan desobedeciéndome, me marcho a vivir al pueblo; no puedo estar con el corazón encogido continuamente.

José se divertía viendo a sus hijos deslizarse por ella; era la única distracción que tenían, tan apartados de la ciudad. Las voces de los pequeños alegraban sus paredes y se elevaban por la torre, como la savia sube por los árboles.

Un día, de repente, un golpe tremendo contra el suelo cambió las risas de los niños por un grito desgarrador, después un leve quejido y por último el silencio.

José y Lucía habían ido al pueblo a por comida para la semana. Nunca dejaban a los niños solos, pero aquel día se decidieron a hacerlo: Pedro ya era casi un hombre. Al llegar, les esperaba Rosarito en la puerta con los ojos enrojecidos por el llanto y la cara pálida:

Pedro, no se mueve -decía a sus padres.

El pequeño faro -lleno de terror- escuchó una frase que le llenó de esperanza:

Todavía respira, vamos rápido al hospital -gritaron José y Lucía mientras llevaban el cuerpo del niño en sus brazos.

Después de lo que había sufrido aquella mañana, estaba muy triste; en cierto modo se sentía culpable de lo sucedido, así que aquel día, poco a poco se fue apagando, hasta que dejó de alumbrar la pequeña bahía.

Pasaron unos meses que a nuestro amigo se le hicieron eternos, pero una mañana, Pedro y Lucía aparecieron por allí: volvían a por sus pertenecías. Lucía ya no quería vivir en ese lugar, le traía malos recuerdos.

A partir de aquel suceso se habían instalado en el pueblo. José abrió la puerta de la torre y, un torrente de vida entró de golpe en el edificio; dentro se volvieron a escuchar risas: eran Pedro y Rosarito; ¡el niño vivía! solo había perdido el conocimiento con el golpe.

La alegría que sintió nuestro amigo fue enorme. Las manos de los niños volvieron a acariciar la barandilla de la escalera y el faro vibró de felicidad al sentirlos ¡no le guardaban rencor! Cuando sacaron todos los paquetes y se cerró la puerta por última vez, el farero miró a su amigo de muchos años y lloró.

Pasó casi un año y, los habitantes del pueblo reclamaron a las autoridades portuarias, la construcción de un faro más moderno, con toda la tecnología que requerían los nuevos tiempos ¡Por fin le dejarían descansar para siempre! Ya nadie le visitaba, sólo José, de vez en cuando, subía a verle; abría la puerta y las contraventanas de la torre y, el sol entraba a raudales calentando la vieja construcción.

Te echo de menos viejo amigo -le decía mientras pasaba la mano por la escalera, las paredes y, acariciaba todos los instrumentos que había en la linterna y que él, durante tanto tiempo, había manejado.

Ese era el único momento feliz que le quedaba.

Pasaron los años y, un día quiso la casualidad que se acercara por allí el dueño de un parque de atracciones que al verlo, se quedó prendado de él. Le encantó la sencillez y la blancura de sus paredes.

Farito, vas a ser mío; quedarás precioso en la zona reservada a las atracciones acuáticas -dijo mientras observaba detenidamente toda la edificación.

Sin pensárselo dos veces, bajó al pueblo y fue a la Comandancia de marina.

Pues sí señor, como iba diciéndole, su faro estaría de miedo en mis instalaciones infantiles. Si usted me lo vende, antes de que termine el invierno, lo desmontaré y lo volveré a montar en nuestra ciudad. Seguro que queda magnifico con su torre y su linterna bien limpia y brillante.

El comandante hizo las indagaciones precisas para podérselo vender y antes de dos semanas, el pequeño faro era propiedad de Don Camilo. Ya no tenía frio ni miedo a las galernas ni dolores en su cuerpo. El clima cálido de su nueva ciudad le había secado todas sus vigas y ladrillos. Ahora sólo las risas de los chiquillos importunaban su descanso, pero eso a él no le importaba.

Don Camilo adaptó encima de los peldaños de su escalera un magnifico tobogán, por donde se deslizaban, ahora sin peligro ninguno, todos los niños que lo visitaban. Lo único que no consiguió arreglar fue la linterna, por lo que no volvió a dar luz por la noche.

Una tarde, unos ojos vivarachos le recordaron otros que él había conocido años atrás.

Está igual que siempre ¡Cuánto hemos echado de menos en el pueblo al viejo faro! No te puedes imaginar la alegría que me has dado María: ¡llevaba tantos años sin verlo! Este faro estuvo siempre unido a mi infancia y, si yo no hubiese sido tan desobediente, no nos hubiésemos ido a vivir al pueblo.

Ya sabía que te iba a gustar mucho mi regalo de cumpleaños. En cuanto me enteré de que estaba aquí, no lo dudé ni un momento, pensé que debíamos venir a verlo.

Es la mejor sorpresa que me han dado en mi vida.

El faro escuchó la conversación perplejo. No lo podía creer. Tantos años separados y aquí estaba Pedro mirándole embobado: ¡todavía se acordaba de él! Se había convertido en un hombre y aún le quería. Le había llevado siempre consigo como algo importante en su vida. Para él también había sido una gran sorpresa.

Pedro traía de la mano a un niño que se parecía mucho a él.

Papá quiero montarme en el tobogán.

«No le dejes Pedro», pensó el faro atemorizado, acordándose de otros momentos vividos.

Ven Pedrito, quiero que sientas lo mismo que yo, cuando era tan pequeño como tú.

Pedro subió por las escaleras con su hijo y le colocó en la parte superior del tobogán.

A nuestro faro se le cortó la respiración mientras observaba como Pedrito se deslizaba suavemente por sus curvas. Ahora se daba cuenta de verdad, de que Pedro nunca le culpó a él de su caída. El niño por fin estaba en el suelo sano y salvo. Con su nuevo tobogán, no había que preocuparse. Los niños estaban seguros.

Sin darse cuenta, la felicidad que le invadió fue como una descarga, como una corriente eléctrica que subió por las paredes hasta la linterna y, sin saber cómo empezó a alumbrar tímidamente todo el parque. Después fue aumentando la intensidad, hasta que su luz llegó a iluminar toda la ciudad.

Don Camilo no se lo podía explicar:

Parece mentira, he intentado durante años que la linterna iluminase el parque y nunca lo he conseguido y, ahora, sin venir a cuento ilumina todo el vecindario.

Pedro reconoció la luz que se desprendía de la torre. La había visto así muchas veces cuando algún barco, en noches de tormenta, llegaba a la costa sano y salvo, y sabía lo que significaba: era la forma que tenía su faro de recibir y dar la bienvenida a todos sus amigos. Era su forma de expresar que, otra vez, había recobrado la alegría.

Fin.

El pequeño faro es un cuento de la escritora Conchita Bayonas © Todos los derechos reservados. Cuento registrado ante el Registro de Propiedad Intelectual.

Sobre Conchita Bayonas

Conchita Bayonas - Escritora

Concepción García de las Bayonas Blánquez nació en Madrid y actualmente reside en Murcia, España. Es maestra jubilada y escritora, lo hace animada por la satisfacción que le da la creación de historias y los comentarios de sus lectores. Participó durante varios años en los Talleres de Escritura Creativa impartidos por Lola López Mondéjar, que le han servido para desarrollar su creatividad.

Su primer contacto con el mundo del libro se produce al presentar el cuento El niño azul, al Concurso de Cuentos Infantiles Infancias Sin Fronteras durante las Jornadas infantiles de Otxarkoaga, en Bilbao, que le seleccionan por los valores educativos y ecologistas que transmite. Queda finalista en la X Edición Premio Vida y Salud de relatos para adultos convocado por el Departamento de Enfermería de la Universidad de Alicante, con el relato Terapia Alternativa.

Ha publicado con la Editorial Dylar el cuento Tango el perro pastor; con la Editorial Palabra, El repartidor de Pesadillas; y con la editorial Gerbera (en Argentina), el álbum ilustrado para niños a partir de cuatro años, Es mi mamá, adaptado al sistema braille. Con la editorial Diego Marín sacó El bosque de Yábaco, novela juvenil llena de personajes fantásticos. No estamos solos (La piedra de los sueños), novela juvenil de ciencia ficción, llegó a través de Amazon y, por último, reedita Paloma y el corzo blanco, que presenta en una nueva versión corregida, ampliada e ilustrada. Ha participado con otros escritores murcianos en la antología de haikus, Murcia a vista de Haiku y La huerta en Haikus.

Podéis seguirla en su blog: La Abuela Atómica en el cual sube los cuentos y poesías que le inspiran sus nietos.

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