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Ben el Valiente

Ben el Valiente. Mathilde Stein y Mies van Hout. Cuento infantil sobre los temores. Cuento perteneciente al Proyecto Cuentos para Crecer.

«¡Soy tan cobarde!», se dijo Ben. «Cuando alguien se cuela en la fila de la panadería, no digo nada. Cuando llevo mi peto de flores preferido, tengo miedo de que se rían de mí.

Y cuando oigo ruidos raros por la noche, pienso que hay un fantasma debajo de la cama. Necesito ayuda». Ben consultó la sección de «Ayuda para cobardes» de las Páginas Amarillas, y encontró el número de «El Árbol Mágico».

El anuncio decía: «Previa petición hora. Éxito garantizado». «¡Mágico! Es justo lo que necesito», pensó Ben, y llamó para pedir cita. A la mañana siguiente Ben se internó en el oscuro y agreste bosque donde vivía el árbol mágico.

«Estoy en el agreste bosque en compañía de todas las agrestes y extrañas criaturas», había dicho el árbol por teléfono. «Pero son inofensivas, así que no tengas miedo».

Menos mal que el árbol mágico había advertido a Ben. Un terrible dragón apareció de repente en el sendero del bosque. Expulsaba grandes nubes de humo por la nariz y, de vez en cuando, escupía fuego.

—¿Dónde crees que vas? —rugió el dragón.

Lo único que pudo hacer Ben fue tragar saliva. Pero recordó que el árbol mágico le había dicho que no tuviera miedo, así que miró a los amarillos ojos del dragón y dijo:

—Hola, Dragón. Voy a ver al árbol mágico. Tengo cita. Para sorpresa de Ben, el dragón le contestó con suma cortesía:

—Sigue todo recto y gira a la izquierda en el tercer esqueleto colgante. Dale recuerdos de mi parte al árbol mágico, si eres tan amable.

Tan pronto como Ben entró en el bosque, oyó un fuerte siseo… y antes de darse cuenta de lo que ocurría, se encontró colgando cabeza abajo de una telaraña.

Una enorme araña peluda se arrastraba hacia él.

—¡Hummm! —siseó ella—. ¡Mi comida favorita!

Menos mal que Ben sabía que la araña era inofensiva, porque si no se hubiera muerto de miedo.

—Hola, Araña. ¿Podrías soltarme, por favor? Tengo que ver al árbol mágico.

—Vaya —dijo la araña suspirando—. Qué pena —pero desató todos los nudos—. Dile al árbol mágico que su bufanda está casi lista —añadió—. Y que tengas buen viaje.

Ben siguió recorriendo el bosque. Estaba tan oscuro que no podía ver el sendero. Por fin distinguió una flecha con las palabras «Árbol Mágico», pero en ese preciso momento una mano helada le agarró del cuello.

Horrorizado, Ben se dio la vuelta. Una fea bruja se alzaba ante él. De su pelo colgaban arañas y cucarachas, olía mal y sus ojos centelleaban con maldad.

—¿Qué haces en mi jardín? —cacareó. «¡Cáspita!», pensó Ben. «Menos mal que sé que no hace nada horrible».

—Buenos días, señora —dijo muy educado—. No sabía que estaba en su jardín. Voy de camino al árbol mágico.

—Bueno —dijo la bruja—. No te preocupes. Aquí tienes una calabaza para el árbol mágico. Le saldrá un pastel estupendo.

Ben siguió adentrándose en el bosque. Los murciélagos revolotearon sobre su cabeza y oyó aullar a los lobos y otros alaridos espeluznantes, pero no hizo ningún caso. Giró a la izquierda en el tercer esqueleto colgante.

Allí estaba el árbol mágico: grande e imponente.

—Hola, Árbol Mágico —dijo Ben—. Soy Ben. Tengo una cita…

—Perfecto —dijo el árbol mágico—. Has visto al dragón?

—Uy, sí —dijo Ben—. Me pidió que le diera muchos recuerdos.

—¿Algún problema con la araña? —Ninguno. Ya casi ha acabado de tejer su bufanda.

—¿Y la bruja? —Me dio esta calabaza para usted —replicó Ben.

—Ah —dijo el árbol mágico—. Bien, bien. Um. Esto. Er. Biennnnnn… Y después no dijo nada durante largo rato. Por fin preguntó:

—¿En qué puedo ayudarte?

—Quiero ser menos miedoso —susurró Ben.

El árbol asintió y dijo muy serio:

—Todo lo que ha ocurrido hoy ha servido para resolver eso. Ahora ya eres valiente de verdad.

Ben volvió a casa feliz. Pensaba: «Que árbol tan fantástico. Me ha convertido en Ben el Valiente como por arte de magia. Ya no volveré a tener miedo nunca más».

Al llegar a casa, Ben se puso su peto de flores favorito y se acercó a la panadería.

—Perdona, pero yo estaba primero —le dijo a la chica que intentaba colarse.

Compró dos pasteles. Uno para él y otro para el fantasma de su cama.

Fin
Barcelona, Intermón Oxfam, 2007

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