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Las aventuras de Bumpy, el ratón de campo

Las aventuras de Bumpy, el ratón de campo. Cuentos de aventuras para niños
Os presento a Bumpy: un pequeño ratón de campo que vive en un agujero abierto en la pared de la tienda del señor Claudio. La tienda está al otro lado del kiosco de Cándida, donde los niños suelen ir a comprar cromos todos los domingos. No es un agujero que Bumpy haya podido hacer él; sus dientes no son tan fuertes como para morder el ladrillo. Es un agujero que está ahí desde siempre. El mismo señor Claudio lo recuerda así desde que abrió la tienda, y de eso hace ya…. Uffff, ¡pero si ya ni se acuerda de cuándo fue!
Hace ya casi un año que Bumpy vive allí. El señor Claudio lo sabía desde un principio pero no parecía molestarle. De hecho, fue él quien le puso el nombre de Bumpy. Se lo encontró una mañana en su trastienda, dentro de una caja de lechugas. En un principio pensó en echarle de allí, ya que un ratón no es algo bueno para una tienda de alimentos, pero día tras día se fue encariñando con Bumpy y acabó cuidando de él. Le construyó una pequeña camita con una caja de zapatos en la que puso un jersey de lana. Colocó junto a la caja un platillo para la comida. Ésta era de lo más variada que podáis pensar: un trozo de pastel, tortilla, macarrones, arroz, galletas mojadas en leche, lechuga (los ratones también comen verdura, ¿lo sabíais?, es muy buena para ellos), zanahorias y, su plato preferido, un pedacito de queso.
Antes de llegar aquí, Bumpy vivía con sus papás y cinco hermanos en una pequeña madriguera excavada junto a un tronco en medio de un precioso campo de trigo. He de deciros, para los que nunca hayáis visto el trigo, que es una planta que, cuando nace, tiene un color verde como la hierba y cuando crece y ya se puede cortar, su color se vuelve amarillo como el sol. ¿Sabéis para qué se utiliza el trigo? Pues además de servir de alimento a muchos animales de granja como las vacas, los cerdos, los caballos, las gallinas, etc. etc., el trigo, que es una pequeña semilla del tamaño de un grano de arroz, se muele, se convierte en harina y sirve para hacer pan, bollos, madalenas, galletas y muchas otras cosas riquísimas. Ummmmm.
Pero no nos desviemos del tema. Como os contaba, Bumpy vivía con su familia en uno de esos campos de trigo. A todos les gustaba aquel sitio. Cuando el trigo era aún muy joven y verde, Bumpy y sus hermanos corrían entre él. La corta estatura de las plantas permitía que el sol llegase hasta ellos. En la primavera, entre los tallos del trigo, crecían amapolas, margaritas y otras flores de preciosos colores. ¡La primavera es tan bonita!, ¿no creéis? A Bumpy era la época que más le gustaba del año: por fin podían salir a jugar, ya que la lluvia y el frío del invierno les mantenía encerrados en la pequeña madriguera; los pájaros cantaban a todas horas; las flores se abrían inundando de color el campo; el sol calentaba suavemente su pelaje.
Aquel campo y todos los de alrededor eran propiedad del señor Lucas, un granjero que vivía junto a su mujer en una casa situada en medio de uno de aquellos prados. No cerca de donde vivía Bumpy, eso hubiese sido una catástrofe. De todos es sabido el miedo que le tienen los humanos a los ratones, sobre todo las niñas (si alguna niña o una mamá está leyendo el cuento, espero que no se sienta ofendida, pero es que es así). Pues ese mismo miedo multiplicado por tropecientosmil lo sienten los ratones cuando una persona se les acerca. Y, para ser honestos, el miedo de los ratones está mucho más justificado. Una persona puede pisar sin querer un ratón y aplastarlo, pero, ¿me queréis decir qué daño puede hacerle un diminuto ratón a una persona? No se me ocurre nada….
¿Por dónde íbamos? Ah, sí, os hablaba del señor Lucas y su mujer, Ana. La casa, a la que Bumpy tenía completamente prohibido acercarse a menos de 100 metros, era enorme. En ella vivían también animales: tres vacas, cuatro cerdos, unas diez ovejas y un montón de gallinas. También estaba Toby, el perro que cuidaba de las ovejas y Godo, el gato. No tengo que contaros el odio que los gatos sienten hacia los ratones y viceversa. Y con Godo no era una excepción. Le gustaba merodear cerca del árbol donde Bumpy y su familia vivían. Por las noches, cuando la oscuridad lo invadía todo y las nubes tapaban la luna, podían oír desde el interior de la madriguera cómo Godo se acercaba a la entrada del agujero. Sentían incluso su respiración. Hubo una vez en que pudieron ver sus garras, ya que fue capaz de introducir la pata hasta casi llegar a rozarles. Al día siguiente, los padres de Bumpy decidieron hacer más profunda su casa y, tras varios días de duro trabajo, construyeron una nueva galería que les alejaba mucho más de la entrada. Estaban a salvo, al menos dentro de casa. Pero, ¿qué pasaba fuera? Godo no suponía un peligro durante el día. La señora Ana acostumbraba a mantenerlo encerrado en la casa porque su principal diversión era correr detrás de las gallinas y los pollos, incluso en una ocasión llegó a clavarle las uñas a dos pequeños pollitos. ¿Os dais cuenta? ¿Cómo no iban a temerle tanto Bumpy y toda su familia? Bueno, debo explicaros que los gatos en realidad no son malos, sólo juguetones. Les encanta correr y perseguir a otros bichos, pero sólo lo hacen para divertirse. Igual alguno de vosotros tenéis un gato en casa como mascota y sabéis que cuando les tiras una pelota van corriendo detrás de ella, aunque nunca la traen de vuelta, como hacen los perros. En realidad son unos animales muy cariñosos. Pero claro, poneos en la piel de un ratoncillo de campo, tan pequeñito, y os daréis cuenta de que sentir miedo no es algo tan raro. Doña Ana solía dejar salir a Godo después de haber encerrado a todas las gallinas en el corral, y eso no sucedía hasta que ya el sol se había ocultado tras la montaña. Para entonces, Bumpy estaba ya a buen recaudo dentro de su casa, cenando y preparándose para dormir.
Pero un día en el que Bumpy y sus hermanos habían salido a jugar entre el trigo, nuestro amiguito se entretuvo corriendo detrás de una mariposa y, sin darse cuenta, llegó hasta las puertas de la casa del señor Lucas. ¡Y eso que su madre se lo había prohibido terminantemente! Es tan importante hacer caso a lo que mamá dice…. Casualmente, ese día Godo andaba suelto porque la señora Ana había decidido dar de comer a las gallinas dentro del corral: el zorro andaba cerca y se había comido dos gallinas de un vecino. Bumpy no se dio cuenta de la presencia de Godo hasta que le tuvo prácticamente encima. Giró su cabecita al sentir el ronroneo del gato en sus orejas y allí estaba Godo, mirándole fijamente a una distancia no mayor de la de sus bigotes. Bumpy se quedó paralizado, no sabía qué hacer. Godo dio un paso más, levantó una pata y, en ese momento, Toby ladró, Godo se volvió para ver lo que sucedía y Bumpy aprovechó para salir a todo correr. Fue tan deprisa como sus cortas patitas le permitían, que no era mucho en comparación con las de Godo, que se iba acercando más y más… Justo cuando ya parecía que le iba a dar alcance, Bumpy se metió debajo de la furgoneta del señor Lucas, trepó hasta el tubo de escape y siguió caminando hasta llegar al motor del coche. Allí encontró un pequeño hueco y decidió quedarse hasta que pasase el peligro. Entre las rendijas del radiador del coche podía ver cómo Godo daba vueltas alrededor, intentando adivinar dónde se había escondido el pequeño ratón. Husmeó, arañó, maulló entorno a la furgoneta y, finalmente, decidió tumbarse junto a ella y esperar a que Bumpy saliera.
Bumpy no sabía cuántas horas habían pasado cuando notó un ruido muy fuerte. De repente, la furgoneta comenzó a andar. Ya no podía ver nada entre las rendijas, el calor que salía del motor le impedía acercarse para echar un vistazo. Tampoco supo calcular cuántas horas estuvo caminando aquel coche, a Bumpy le pareció toda una eternidad pero, para ser francos, aunque no se lo digáis a Bumpy si le veis, el viaje no duró más de veinte minutos.
Cuando ya creía que nunca más se pararía, el coche aminoró la marcha y finalmente se detuvo. Bumpy corrió hasta la abertura del radiador e introdujo su pequeño hocico entre las rendijas. ¡Menuda mezcla de olores!, pero ninguno conocido. Desde luego no olía a trigo, ni a vaca, ni a flores…, ni tan siquiera a gato. Era un aroma muy, muy fuerte, pero irreconocible. Seguro que queréis saber de qué se trataba. ¿No podéis imaginarlo? Pues resulta que el señor Lucas había parado junto a una pescadería porque su mujer le había encargado unas sardinas para la cena. ¡Claro, de ahí venía ese olor!, pero como Bumpy era un ratón de campo y nunca había visto ni olido ningún tipo de pescado, pues no pudo reconocerlo.
Decidió salir de su escondite y echar un vistazo para ver si podía divisar el campo de trigo a lo lejos. Descendió de nuevo por el tubo de escape, saltó a la calle y se quedó escondido detrás de una rueda. Todo lo que veía eran pies y más pies de gente que caminaba por las aceras. Pero, ¿de dónde habían salido todas aquellas personas? Salió de debajo del coche y se quedó atónito ante lo que sus ojos veían: casas y más casas, no como la granja, sino unas encima de otras, muchos coches como el del señor Lucas, algunos perros acompañados por personas… Estaba en lo que todos conocemos como una ciudad pero que para Bumpy era algo completamente nuevo.
Exploraría un poco el entorno, a ver si reconocía algo que le hiciese encontrar el camino de vuelta a casa. Cruzó la carretera, cosa que fue muy difícil y peligrosa dada la cantidad de coches que pasaban. Aquí debo aclararos que los ratones no distinguen bien los colores, por lo que Bumpy no podía saber si el semáforo estaba en rojo y no podía por tanto cruzar, o en verde para que los coches se detengan y las personas pasen.
Corrió hacia la otra acera y se arrimó todo lo que pudo a la pared para evitar que algún pie pudiese aplastarle. Siguió caminando y entró en una pequeña abertura que se abría en la acera, una abertura que daba a un pasadizo oscuro. En realidad se trataba de lo que todos conocemos como alcantarilla. Allí dentro, por lo menos, no había peligro de que alguien le pisase, pero el olor era muy desagradable y había mucha agua. De repente, vio algo que se movía al fondo de aquel túnel. Se quedó quieto, intentando no ser detectado, pero era demasiado tarde. Dos ratas se dirigían hacia él. Bumpy pensó que eran unos ratones enormes, jamás los había visto tan grandes, pero ratones al fin y al cabo y, por lo tanto, seguramente inofensivos.
– ¿Qué estás haciendo aquí? – le preguntó una de aquellas ratas. Examinándolas más de cerca, Bumpy se dio cuenta de que, además de ser tres o cuatro veces más grandes que él, su pelo era mucho más oscuro, casi negro, el rabo bastante más largo y desprendían un olor muy fuerte.
– Busco el camino de vuelta a mi casa. He venido escondido en el coche del señor Lucas y ahora no sé cómo regresar.
– ¿Y dónde está tu casa? – ahora era la otra rata la que hablaba mientras la primera le olisqueaba todo el cuerpo.
– En el campo de trigo, junto a la granja del señor Lucas – dijo.
– ¿Campo de trigo?, ¿granja? – gritaron ambas a la vez. – Pero si esto es una ciudad; aquí sólo hay casas y asfalto.
– ¿Y no sabéis cómo podría regresar allí? Necesito volver antes de que anochezca, o mi madre me regañará.
– Pues no, lo sentimos. Nosotras somos dos ratas de alcantarilla, que raramente salimos de aquí y mucho menos abandonamos la ciudad. Puedes quedarte con nosotras si quieres. Tenemos algún resto de comida de hace varios días para compartir.
– No, muchas gracias – respondió Bumpy – intentaré buscar el camino de vuelta.
En realidad, la idea de quedarse en aquel lugar tan frío y oscuro con aquellas dos ratas que olían tan mal y comiendo comida vieja y seguramente sucia, no le gustaba nada. Así que volvió al exterior, esperó a que no pasase nadie por la acera y, pegándose de nuevo a la pared, siguió caminando.
Pasó por delante de una pastelería y sintió el rico olor que salía del interior. Tenía hambre, era ya casi la hora de cenar… ¡¿La hora de cenar?! Mamá estaría preocupada. Seguro que pensaba que Godo lo había cazado. Pero no podía hacer nada, además, era casi de noche, a esas horas era imposible encontrar el camino a casa. Así que decidió entrar en la pastelería. Dentro había pocas personas. Pasó entre las piernas de una señora que compraba una tarta de chocolate y se coló detrás del mostrador. ¡Qué rico olía todo! ¡Y más rico debía saber! Pero, ¿cómo llegar hasta los pasteles? Tenía que esperar a que no hubiese nadie, hacerlo en aquel momento era muy peligroso. Así que se acurrucó detrás de un armario y esperó a que la tienda estuviese vacía.
Cuando se despertó, estaba todo muy oscuro y se asustó mucho. Ya no había nadie, así que se dirigió hacia el mostrador, trepó por él y se subió a una bandeja de pasteles de nata. Ummmm, nunca había probado la nata pero, por el olor, debía de estar deliciosa. Comió un poco y, efectivamente, no se había equivocado. Aquello estaba riquísimo. Se llegó a comer un pastel y medio. ¿No os parece mucho? Bueno, pensad en el tamaño de un ratón y de cómo debe de ser su estómago de pequeño…
Cuando terminó, se dirigió hacia la puerta, pero estaba cerrada y una persiana por delante del cristal le impedía ver la calle. ¿Qué podía hacer? Tenía que salir de allí y regresar a casa. Buscó desesperadamente otra salida, pero no había manera de volver a la calle. Así que se tuvo que quedar en aquel sitio hasta la mañana siguiente. De todos modos, no había sido un mal lugar para pasar la noche. Dentro hacía calor y pudo comerse otros dos pasteles antes de abandonar la tienda.
Una vez en la calle empezó a caminar. Era muy temprano y aún no se veía a nadie por las aceras. No podría deciros cuánto tiempo estuvo caminando Bumpy, pero fue mucho. Cuando ya empezaba a dar el sol en los edificios y las calles comenzaban a llenarse de personas que iban de un lado para otro, nuestro amiguito decidió buscar un nuevo refugio. Tuvo la inmensa suerte de encontrar un agujero del tamaño de su cuerpo en una pared, que le condujo directamente a una trastienda llena cajas. Olía bien, de eso estaba seguro, aunque no sabía muy bien qué producía aquel maravilloso aroma. Bumpy escaló una pila de aquellas a cajas y llegó a la última. Se metió dentro y halló algo cuyo aroma le pareció algo estupendo. ¿Sabéis lo que era? Pues queso, y todos conocemos la pasión que sienten los ratones por el queso. Lo tocó con su patita y comprobó que estaba blando, así que decidió hincarle un diente. Fue algo delicioso, lo más rico que jamás había probado. Se comió un buen pedazo casi sin pestañear.
De repente, oyó un ruido: alguien había abierto la puerta de la trastienda. Bumpy se agazapó entre los quesos mientras asomaba su cabecita por encima de la caja. Vio a un hombre enorme que entraba en la habitación. No tenía pelo en la cabeza, pero sí debajo de la nariz, y llevaba una especie de ventanas en los ojos… vamos, unas gafas. Tenía un mandil de rayas verde y negro que tapaba una enorme barriga. A Bumpy le dio tanto miedo aquella persona que se puso a temblar y, sin querer, perdió el equilibrio y se cayó fuera de la caja. El golpe hubiera sido tremendo dada la altura en la que se encontraba la última caja si no hubiese sido porque fue a parar dentro de otro recipiente colocado en el suelo y lleno de lechugas, que amortiguaron la caída. Para suerte de nuestro amigo, el señor Claudio, que así se llamaba aquel hombre de gigantescas proporciones, no se percató del alboroto y no le descubrió. Pero dio la casualidad que al señor Claudio se le habían acabado las lechugas en la tienda y había entrado precisamente allí a coger una caja de ellas. ¿Os acordáis de que Bumpy había ido a parar en su caída justo encima de las mullidas lechugas? Pues sí, tal y como os lo estáis imaginando, la caja en la que el pequeño ratón estaba fue la que el señor Claudio agarró y se llevó a la tienda.
Bumpy se escondió debajo de una de las hojas y allí permaneció durante un rato, hasta que una señora le pidió al frutero una lechuga fresca. El señor Claudio se agachó para cogerla de la caja, metió la mano entre las hojas y tocó el cuerpecito, gordito y peludo, de nuestro pequeño amigo. El señor Claudio se sorprendió, no sabía qué era aquello, así que le dijo a la señora que se había confundido de caja y volvió con ella a la trastienda para ver qué había encontrado.
Rebuscó entre las hojas y de nuevo volvió a tocar aquel bultito suave y caliente. Esta vez lo agarró con la mano y consiguió sacarlo de la caja. El señor Claudio se quedó sorprendido cuando abrió la mano y descubrió a Bumpy. Se quedó mirando al pequeño ratón, que permanecía inmóvil entre sus dedos. Se dirigió hacia la puerta con él en la palma de la mano decidido a ponerlo en la calle, pero justo cuando se agachaba para depositarlo sobre la acera, se fijó en aquellos pequeños ojitos que lo observaban y le dio tanta pena de aquel diminuto animalito que volvió a cerrar la puerta de la calle y meterse de nuevo en la trastienda. Dejó a Bumpy sobre una mesa y le dijo:
– Espera aquí un momento, pequeño. Voy a atender a la señora de las lechugas y después me ocupo de ti. No te muevas.
A pesar de que Bumpy no entendió lo que le decía, sí se dio cuenta de que le hablaba con ternura y de que no pretendía hacerle daño, así que permaneció quieto hasta que el señor Claudio volvió a la trastienda. En una pequeña caja de zapatos que había encima de una silla, colocó un jersey de lana viejo doblado. Aquélla sería la nueva casa de Bumpy: un lugar seco, caliente y acogedor donde dormir. Partió un pedacito de queso del que vendía en su tienda y lo echó en un platito de café. Lo acercó hasta Bumpy, quien lo olisqueó y enseguida lo reconoció como el delicioso alimento que había comido, así que no dudó ni un instante en darle un buen mordisco. En poco más de dos minutos, había acabado todo el queso. Al señor Claudio le hacía mucha gracia la manera de comer del ratoncito, sujetando el pedazo de queso con las manitas y moviendo los bigotes enérgicamente al masticar. La verdad es que si nunca habéis visto comer a un ratón, os aseguro que merece la pena. Cuando Bumby acabó de comer el queso, él solito se metió en su nueva casa, se acurrucó entre la lana del jersey y se quedó profundamente dormido.
Y así pasaron los días. Bumpy era muy feliz en la trastienda. El señor Claudio cuidaba muy bien de él: le daba de comer y beber, le hacía la cama, a veces le metía en el bolsillo del mandil y le sacaba a dar una vuelta. Bumpy también salía muchas veces de la tienda por el agujero de la pared. Incluso se había hecho amigo de un grupo de niños del barrio que solían ir a comprar cromos y chuches a un kiosco que había junto a la frutería. Le daban caramelos, gusanitos, cacahuetes… Sí, realmente era feliz allí. No obstante, se acordaba muy a menudo del campo de trigo, de su pequeña madriguera, de su familia, del sol de la primavera… En esos momentos, se ponía realmente muy triste y deseaba volver a casa con todas sus fuerzas, pero no se atrevía a emprender el camino por miedo a perderse y no saber luego por dónde volver a la tienda.
Había transcurrido ya casi un año. Bumpy estaba en la trastienda subido a unas cajas jugando con una pelota de lana que el señor Claudio le había fabricado. De repente, oyó una voz en la tienda que le resultó familiar. Era un hombre que pedía un kilo de cebollas y una calabaza. Bumpy saltó de las cajas y corriendo fue hasta la tienda. Trepó sin que le viesen por el delantal del señor Claudio hasta llegar a su bolsillo y allí se escondió. Asomando un poco la cabeza pudo ver al hombre que acababa de hacer el pedido, pero estaba de espaldas. Sí, definitivamente, le resultaba familiar, pero ¿quién era? De repente, el hombre se giró y Bumpy, del susto, de la emoción, de los nervios, cayó dentro del bolsillo. Se asomó de nuevo para cerciorarse de lo que acababa de ver y síííí…. ¡Era el señor Lucas, el granjero! Había pasado mucho tiempo (un año en la vida de un ratón equivale a más de 10 para un humano), pero el señor Lucas era inconfundible.
Bumpy no se lo pensó dos veces. De un salto, y sin que el señor Claudio le viese, saltó dentro de la bolsa de las cebollas (el olor era bastante desagradable) y se escondió entre ellas. El señor Claudio colocó encima la calabaza, le dio la bolsa al señor Lucas y éste salió por la puerta y se dirigió a la vieja furgoneta. Bumpy podía verlo todo porque con los dientes había hecho un pequeño agujero en la bolsa. El señor Lucas colocó la bolsa en el asiento junto a él, se subió a la furgoneta y la puso en marcha. Caminaron durante lo que a Bumpy le pareció una eternidad. Durante ese tiempo repasó su vida en la tienda, lo bien que allí lo había pasado, lo mucho que echaría de menos al seño Claudio y lo que éste se entristecería al no verle ya más por allí. Incluso llegó a arrepentirse de haberle abandonado así. Pero de repente, la furgoneta se paró. El señor Lucas se bajó de ella y agarró la bolsa. Entonces Bumpy sintió una inmensa alegría. El corazón le latía tan fuerte que parecía que se le iba a romper. Por el agujero de la bolsa vio la granja del señor Lucas, a Toby junto a las ovejas, a la señora Ana en la escalera y, a lo lejos, un inmenso campo de trigo dorado…. SU HOGAR.
Bumpy royó la bolsa con sus dientes hasta hacer un agujero por el que poder saltar al suelo. Consiguió hacerlo justo en el instante en el que el señor Lucas estaba a punto entrar por la puerta de su casa, lo que hubiese sido una tragedia ya que, seguramente, Godo se encontraba dentro de ella. Corrió todo lo que pudo hacia el campo de trigo. Todo estaba tal y como lo recordaba, nada había cambiado. Llegó junto al árbol en cuya base estaba su casa, entró pero no vio a nadie. ¿Dónde estaban todos? De repente, oyó la voz de sus hermanos entre el trigo. Se dirigió corriendo hacia ellos. Cuando su mamá le vio, se puso a llorar. No esperaba volver a ver a su hijo, pero allí estaba. Su padre le abrazó fuertemente y sus hermanos le rodearon y le empezaron a hacer un montón de preguntas ¿dónde había estado?, ¿qué le había pasado?, ¿cómo había vuelto?
Bumpy se sentó entre ellos y comenzó a contarles todo lo que le había pasado. No se olvidó de nada. Era el principio de verano, el sol calentaba suavemente y el trigo estaba casi listo para segar. Las flores crecían entre él y los pájaros cantaban posados en las ramas de los árboles. Estuvieron allí sentados hasta que el sol se hubo escondido tras la colina. Regresaron al árbol, entraron en casa, cenaron y Bumpy recuperó su vieja cama. Quizá no era tan agradable como la del señor Claudio, pero había vuelto con su familia, estaba en su casa, y eso no podía compararse con nada. Nunca volvió a abandonar el campo y allí vivió feliz con los suyos para siempre. Aunque de vez en cuando seguía echando de menos la frutería y al señor Claudio. Y, ¿sabéis lo que más añoraba Bumpy?…. El queso.
Fin

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