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Un cuento intrascendente. Cuento de Princesas y Brujas

Un cuento intrascendente. Escritora de cuentos y poesías de España. Cuento de Princesas y Brujas.

Érase una vez, hace más de mil años… o menos… o tal vez más, no lo sé exactamente… En fin, que érase una vez allá por los tiempos de Maricastaña (¿sabe alguien quién es Maricastaña?). Bueno, que digo yo que había una vez, allá cuando los animales hablaban (porque  los animales, antes, hablaban, en serio, créeme, lo sé de muy buena tinta, me lo contó el perro de la vecina…). Como iba diciendo, esto era (y ahora sí que empiezo, lo prometo…) una princesa que se llamaba…eehhmmm… bah, la verdad es que no sé cómo se llamaba, pero eso da igual.

Pues, señor, resulta que ni aquí ni en ningún lugar vivía una princesita de cuyo nombre no logro acordarme (esto me suena de algo pero no sé de qué…). Una princesita, como todas las princesitas: un poco cursi, un poco ingenua, un poco soñadora, un poco respondona, un poco caprichosa… en fin, lo que se dice una auténtica princesa de cuento.

Y esta dulce princesita, como cualquier princesa que se precie, tenía como enemiga a una malvada bruja. Una bruja malvada como todas las brujas malvadas de cuento: fea, gruñona, vieja y con verrugas varias (ya me dirás que necesidad tenía la bruja, con la de tratamientos de belleza que hay ahora pero, oye, sobre gustos no hay colores o para los colores se hicieron gustos o algo así era).

Como ya he dicho anteriormente, esta bruja fea y malvada odiaba a la princesita buena y guapa. ¿Y por qué la odiaba? Te preguntarás. Pues porque es lo que hace toda bruja fea y malvada: odiar a la princesa.

Esto era que había también en un reino cercano al de la princesa guapa y buena, un príncipe como todos los príncipes de cuento: guapo, generoso, valiente y, según su padre, ansioso por casarse. No era azul pero, bueno, nadie ha dicho que todos los príncipes de cuento tengan que ser azules ¿o sí? En fin, da igual, este no era azul.

Así que ya tenemos los tres ingredientes principales de cualquier cuento de hadas (por cierto… ¿por qué se les llama cuentos de hadas aunque no salgan hadas?): la princesa, el príncipe y la bruja. Y, como en todo cuento que se precie este debería ser el momento en que  la bruja malvada y fea debería hacer una de estas tres cosas:

1. Encerrar a la princesa en una torre más alta que el Empire State Building o las Torres Petrona o cualquiera de esos gigantescos edificios y ahorrarse una pasta en cortes de pelo real.

2. Mandarla a dormir durante siglos y siglos y aprovechar para hacer publicidad de colchones de látex.

3. Intentar envenenarla a base de manzanas y, de paso, echar abajo la campaña institucional que nos aconseja comer mucha fruta.

O cualquier otra faena de esas que las brujas feas y viejas suelen hacer a las princesas buenas y guapas.

Eso es lo que debería haber ocurrido pero no ocurrió.

– ¿Por qué? – preguntarás tú.

Y yo te contestaré, por supuesto, que para eso soy la narradora.

Pues porque, justo en el momento en que debía producirse el acto de maldad esperado por todos, la bruja fea y malvada se puso enferma. Se comió un par de sapos en mal estado y tuvo para días en el Hospital Baba Yaga para Brujas del Bosque Mágico.

Como comprenderás un cuento no puede pararse por un quítame allá una bruja enferma, por muy fea y vieja y llena de verrugas que sea. De modo que se llamó a una sustituta.

Y la sustituta resultó no ser tan vieja ni tan fea. Ni siquiera tenía verrugas, vamos, ni un mal granito tenía. Para más inri, odiaba los cuentos de toda la vida. Ella decía que era una innovadora. Los superiores decían que era más molesta que un dolor de muelas pero, oye, a alguien había que enviar para poder acabar el cuento… y ella era la única que estaba libre.

De modo que ahora tenemos una princesa guapa y buena, un príncipe valiente y guapo y una bruja no-fea y no-vieja con espíritu revolucionario. Y nos habíamos quedado justo en el momento en que la bruja debería secuestrar, dormir o envenenar a la princesa para que, posteriormente, el príncipe no-azul viniera en su rescate. Para acabar con la muerte de la bruja y una boda de dos mil invitados y trescientos euros el menú (euro más, euro menos).

Eso es lo que debería haber ocurrido pero no ocurrió.

– ¿Por qué? – preguntarás tú.

Y yo te contestaré, por supuesto, que para eso soy la narradora (tengo la sensación de haber dicho ya esto…).

Pues porque la bruja no-vieja y no-fea decidió que quería un cuento diferente. De modo que se fue en busca de la princesa guapa y buena y la convenció para:

1. Decirle a su padre, el rey, que no quería casarse con un príncipe azul ni con un príncipe encantador, ni con cualquier otro príncipe, al menos de momento.

2. Dejar de ser tan cursi y tan ñoña y tan delicada y tan… tan princesa de cuento.

3. Irse a la universidad, sacar una carrera y buscarse un trabajo.

Asimismo tuvo una pequeña charla con el príncipe valiente y guapo y lo convenció para que:

1. Se atreviera a decirle a su padre, el rey, que no tenía la menor intención de seguir la tradición familiar y que ya podía buscarse otro heredero..

2. Se largara a Hollywood a ser actor que es lo que de verdad le gustaba..

3. Dejara de usar esos horrorosos leotardos y se pusiera unos vaqueros.

Y como ya había cogido carrerilla decidió pasarse por los otros cuentos y, en un plis plas, logró convencer a los Siete Enanitos de que dejaran la mina de diamantes en manos de un administrador y se marcharan de vacaciones al Caribe. Luego fue en busca de Caperucita para recordarle que no tenía edad de ir haciendo recaditos a mamá y que ya era hora de independizarse; a continuación tuvo una charla con el Lobo Feroz y los Tres cerditos a quienes animó para que formaran el grupo de rock del que siempre estaban hablando. Tras su paso por el cuento de Cenicienta, el príncipe acabó reconociendo que, quien le gustaba de verdad, era una de las feas hermanastras (mucho más simpática que Cenicienta, si lo sabré yo…). A la princesa del guisante le recomendó un médico estupendo para que se mirase tanta “delicadeza” y a ella le gustó tantísimo el doctor que acabó casándose con él.

Y así un cuento tras otro.

La bruja no-vieja y no-fea se sentía muy satisfecha consigo misma y se lo estaba pasando pipa y, si de ella hubiera dependido, habría continuado hasta acabar con todos los cuentos clásicos y algunos modernos.

Lástima que a sus jefes no les pareciera nada gracioso lo que estaba haciendo.

Así que la bruja no-vieja y no-fea fue obligada a asistir a una terapia de rehabilitación para brujas extraviadas (vamos, lo que se llama vulgarmente un lavado de coco).

Su terapeuta está convencida de que está haciendo muchos avances.

Sus jefes creen que está mucho  más serena.

Sus amigas le han comprado unas cuantas verrugas para que se vaya acostumbrando al look tradicional.

Y yo… Yo no me creo nada y estoy esperando que la envíen al próximo cuento.

Me lo voy a pasar genial contándolo.

Fin

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