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El cielo no siempre es azul es una de las historias sobre árboles ciruelos de la colección historias cortas del escritor Matias Olivares Gazitua sugerido para adolescentes, jóvenes y adultos.

Entró apurado, hizo sus maletas.

¿Dónde vas preguntó el niño?

¡A la casa de Lita, tu abuela!

¿Volverás pronto? – Preguntó de nuevo.

¡Pronto, muy pronto! –Exclamó el dueño de casa.

Cerró la puerta, mientras el pequeño observaba sobre un piso como su padre se alejaba con la ilusión de verlo prontamente. No descansó de mover su mano en señal de adiós, viendo como se marchaba tal el viento entre las hojas, en una muestra de cariño. La noche alumbraba detrás de los cerros, los juguetes en el jardín aguardaban un nuevo día. La casa estaba orientada hacia la cordillera, tejados a ladrillo, persianas de madera, aldabas en las ventanas, cuatro habitaciones más un dormitorio donde pernoctaba el hermano menor.

En otoño se formaban piedrecillas provocadas por aguaceros, su madre con afán intacta tenía que barrer por espacio de tres horas, mojaba con baldes de agua desde la entrada hasta la reja que conducía a la calle, el barro soltaba debajo, y conseguía limpiar una parte. A metros de ahí, existía un viejo ciruelo de tronco inclinado, una silla de palo estaba puesta en el lado más alto, podía estar el tiempo que quisiera, masticar los ácidos frutos, apreciar su habitación en altura, escuchar el momento de ir almorzar.

Tenía cuatro años de edad. Se distraía en devorar las ciruelas que deshacía en su boca, recorrer las calles en bicicleta, llenar la tina con juguetes, luego dormir pensando en su padre. Semanas, días, noches, era lo mismo.

La neblina obstruía el paso de los autos, las veredas colmaban de gente, calles empapadas evidenciaban un invierno lluvioso de precipitaciones por más de la medida habitual. Ventarrones azotaban el pino crecido contra la cubierta de la casa, tormentas eléctricas alumbraban el cielo, las casas crujían como palos secos, sonidos descendían de la cornisa cordillerana forzando al pequeño esconderse bajo la cama. Las raíces del pino crecieron hasta asomar en el closet bajo los zapatos.

Más escombros se amontonaban sobre la entrada de piedra laja, vaciaban en bolsas de basura toda la mugre del fuerte temporal, la rueda de carreta al exterior, quedó unos centímetros removido, la habían empleado en el sur para el tiraje de bueyes. De niebla fueron los meses venideros, el ciruelo estaba sin sus hojas, pero los frutos se mantenían intactos y robustos para cuando cesara de llover, el viento silbaba cada vez que se acercaba un nuevo temporal, lluvias aguaban las tardes.

Familiares charlaban sobre el negocio de las propiedades, ocupaban la sala de estar de la casa, y terminaban en el comedor alzando las copas de vino. El menor observaba desde su pieza los autos detenidos, personas frotaban sus manos de frío, y arrancaban arbustos de la casa que asomaban fuera cubriéndose la nariz, más tarde no quedaba nadie. Alumbraron con candelabros de cinco velas toda la vivienda, fue con la venta de perros inscritos que ampliaron el comedor y la sala de estar.

Hubo que poner más velas en el corredor, jugaba armando puzles con niños de unas casas aledañas, hasta que sus padres regresaban por ellos. Quedó oscuro toda la noche, el cansancio del día no era suficiente para quedarse dormido, imágenes permanecían en su mente entretanto escuchaba absorbido los hondos ronquidos de sus mayores. La familia se sentaba en el comedor antes de acostarse, la cabecera su madre, al frente el primogénito, del otro lado el segundo hijo y al lado de éste el más pequeño. Hubo un silencio, que no era silencio, más bien un disimulo, una ocultación de pasos intermitentes que caminaban decidido hacia el oscuro acceso a su dormitorio. No pudo gritar, ni apartarse, por su puerta unos dedos rasguñaron la bajada de la cama, quiso dar un brinco a la pieza de su madre, taparse bajo las sabanas, pero eso caminó por el corredor hasta desaparecer a los pies de su cama. ¡Duérmete! -Lo imprecó…

El primogénito regresaba del baño, sin más contratiempos pasó la noche, hasta la llegada del alba. Eran las gélidas mañanas de la madre al cumplir con las obligaciones de cada día, colegios cerraron sus puertas, las calles inundadas cortaron toda posibilidad de medida de acción por parte de las autoridades. Hubo una interminable espera, una ciega espera de recuerdos, el sonido de la puerta, su rostro al besar su mejilla, el tabaco madoroso de su ropa, su figura en el sillón con un puro humeando sobre su cabeza, hablando del día, del bienestar, del mundo, a veces sin poder abrazarlo.

Una tarde su cuerpo cambió, su pelo de color trigo descansaba en sus hombros, sus ojos cambiaban al mirar de cerca la luz del sol, los mismos de su abuela materna. –Decían todos. Construyó su habitación detrás de la casa, paladeaba sin respiro frutas de los más ácidos limones, naranjas, manzanas verdes, del almacén. Los meses de invierno llenaban su corazón de contento, recordaba las palabras de su padre hablando: -Estos días es cuando mejor y más vendo, no tengo competencia.

Sentado en el auto, lo esperaba bajo un aguacero mientras vendía buena mercadería, camino de regreso a un restaurante, luego a la casa. De pie observaba el chasquido de unos palos quemándose en el fuego de la chimenea, con la vista fija en un tronco grueso medio quemado, quedó pensando en una mujer adulta paseando sobre la arena, el viento soplaba alzando sus largas trenzas, con un vestido blanco pegado a su figura por la ventisca, percibió allí, el silbido de una canción, un sonido circular, la canción del viento. Le gustaba probar su imaginación a esa hora, y con la casa vacía.

Su parecido era idéntico, fuera de los ojos que heredó de su abuela materna, su semejanza eran con su padre, fuerte, valiente, decidido, amaba la vida, nadar en la corriente de los ríos, cazar conejos corriendo delante de la escopeta, mirar la ciudad desde las cumbres, tocar el cielo con sus manos, permanecer semanas enteras acampando en la cordillera, sin compañía. Ocultaba sus sentimientos, un nudo en la garganta lo visitaba cada año, las mujeres lo cortejaban, no todas las que amó alcanzaron apreciar su corazón, algunas jóvenes rechazaron su amor. Entre sacrificio y voluntad terminó los estudios lejos de su hogar, más tarde realizó un viaje inhóspito con una de ellas. Junio era un mes importante porque extrañaba el calor de la chimenea, y las conversaciones con su madre que amaba. Compartían puntos de vista, reían de los defectos de algunos vecinos, intercambiaban opiniones de la vida después de la vida, cuestionaban el paraíso, el fuego del purgatorio, el infierno eterno, se contaban historias de antepasados, relatos sobre la muerte, y las almas que por alguna falta cometida aquí en la tierra, piden ayuda con su presencia.

Después con un abrazo apretado de cinco vidas la madre despedía a su hijo, su amado hijo. Ahora nadie quedaba en casa, el primogénito formó su familia hacia una región austral del país, el segundo hijo ingresó al seminario mayor para formarse como sacerdote diocesano, el tercero se alistó en la carrera de infantería de marina al cumplir 18 años. Un día sábado calmó la tempestad la fuerza de sus lluvias, los ventarrones retornaron a horizontes más lejanos, y los estruendos aumentaron su furia a otro punto más alejado del globo. Una brisa deambulaba por los jardines limpios de la casa, las persianas descubiertas de todas las habitaciones recibían con júbilo los primeros rayos de sol de un nuevo día.

El cielo no siempre es azul, pero esos días entonaban los pájaros agudas melodías desde las hojas brincando, un aroma a piños exhalaba en el aire, el pasto creció una altura considerable en la parte de atrás de la casa. Más apartado un ciruelo viejo con frutos maduros asomaban de entre sus hojas intactas, del brazo más empinado se podía apreciar la habitación principal de la casa, los gatos echados tomando sol en la cumbre de las tejas agitando sus colas, también los rastrojos esparcidos que botaba el pino sobre la azotea.

Más allá de la rueda de carreta se avistaba un letrero amplio que daba aviso en venta de la casa, los espacios vacíos daban lugar a los recuerdos de esta vivienda, las raíces del pino habían tomado la chimenea. En la vereda junto a los arbustos que asomaban fuera, un desconocido vestido de marino, con el sol en el rostro observaba con la expresión de una gran sonrisa, un niño sólo, sentado sobre una silla de palo puesta en la parte más alta de un árbol, comiendo con total apetito los ácidos frutos de un viejo ciruelo.

Fin

El cielo no siempre es azul es una de las historias sobre árboles ciruelos de la colección historias cortas del escritor Matias Olivares Gazitua sugerido para adolescentes, jóvenes y adultos.

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