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¡No es un papagayo!

¡ No es un papagayo !

¡ No es un papagayo ! Rafik Shami. Cuentos de animales. Cuento perteneciente al proyecto Cuentos para Crecer.

Una noche un hombre le dijo a su mujer:

—Tenemos de todo, pero aún nos falta algo.

La mujer asintió:

—Tienes razón. No tenemos un animal de compañía.

— ¡Oh, sí, nosotros…! —su hija Lina también quería decir algo, pero no pudo acabar.

—Exacto, eso es lo que necesitamos: un animal de compañía —dijo él—. Un perro. Con un perro se puede ir de paseo y cuando se le dice: ¡Siéntate!, se sienta y, además, todos mis amigos tienen un perro.

—No —se opuso su mujer—. Un perro apesta y muerde siempre que puede. Los gatos son más mimosos y limpios y ronronean encantadoramente.

—Pero yo… —dijo Lina, y no siguió porque nadie la escuchaba.

—No —dijo el padre—. Los gatos no van de paseo y nunca hacen lo que quieres. ¡Nada de gatos! Y como no había manera de ponerse de acuerdo, pero ambos deseaban un animal de compañía, fueron al día siguiente a la pajarería.

Examinaron todos los animales inimaginables, pero seguían sin decidirse. Finalmente, el dueño les aconsejó que compraran un papagayo.

—Los papagayos son los animales más inteligentes de todos. Son capaces de vigilar las casas, descubrir a los ladrones con las manos en la masa y decir frases enteras sin una sola falta —aclaró tan orgulloso que parecía que hablaba de su propio hijo.

Aquello los convenció a los dos. Cogieron el pájaro y, en el camino hacia casa, compraron un libro que se titulaba: Para que su papagayo hable correctamente.

Lina vio al animal cuando llegó de la guardería y se sintió la niña más feliz del mundo, porque un papagayo era precisamente lo que ella deseaba. Se pasó horas delante de la jaula observando al bellísimo pájaro, y él también a ella, aunque no dejara de trepar por los barrotes como si estuviera muy ocupado.

Por la tarde, cuando Lina se fue a jugar con una amiga y su padre a correr en bicicleta con sus compañeros, la madre empezó las clases: —Di: ¡Buenos días, soy un bonito papagayo! ¡Gracias, querida, por favor, por favor! Pero el papagayo permanecía en silencio. Durante una hora la madre repitió:

—Gracias, gracias, por favor, por favor —después se quedó ronca y puso la televisión. Hacía ya rato que el papagayo se había dormido.

Mientras los amigos del padre estaban verdaderamente asombrados cuando lo oían hablar del papagayo, porque un animal de compañía que habla no lo tiene cualquiera.

Pero cuando el padre llegó a casa, su mujer no tenía buenas noticias que darle:

—Este papagayo no sirve para nada. No quiere hablar y, en vez de aprender, se duerme.

—Seguramente no has empezado por dónde debías —dijo él—. Mañana temprano me encargaré yo del asunto.

El día siguiente era sábado. Enseguida, después del desayuno, el padre se sentó delante de la jaula. Puso una mirada penetrante y comenzó:

—Bien, mi querido papagayo, vas a estar muy atento. Vamos a aprender a hablar. Repite conmigo: ¡Soy un papagayo feliz! Y repetía las palabras despacio y con claridad: — ¡YO… SOY… UN… PAPAGAYO… FELIZ! El pájaro miró a Lina, que estaba sentada en el sofá, y aleteó un poco. Luego agitó la cabeza y cerró los ojos.

—¿Qué te he dicho? —preguntó la madre.

El padre decidió continuar la lección en el despacho. El resto de la mañana se oyó su voz: ¡Soy un papagayo feliz…! Je ahora no se duerme. ¡Ahora se aprende…! ¡YO… SOY UN… PAPAGAYO… FELIZ! ¡Dilo o te retuerzo el pescuezo! Con el tiempo, su voz fue bajando de tono y las frases que tenía que decir el pájaro se hicieron más cortas.

—Di: Me llamo Yako… Yako… Yako… Gracias… Gracias… Sí, por favor, sí —susurraba, y al final—: Pip… pip… pip… dadada… Luego se hizo definitivamente el silencio. Al mediodía, cuando el padre fue a comer con su familia, parecía que había estado cargando piedras.

—Si me hubieras escuchado, ahora tendríamos un perro, y nadie nos exigiría que hablase. Ya estoy harta de este estúpido papagayo.

—No es un papagayo —dijo Lina. Pero sus padres no la escucharon. Estaban discutiendo si gatos o perros eran mejores animales de compañía.

El domingo ambos decidieron devolverlo al día siguiente a la pajarería. En esa ocasión Lina pudo acompañarlos. Sentada en el ciento de atrás, llevaba la jaula sobre las piernas y miraba al pájaro con tristeza.

—Pero no es un papagayo —repetía una y otra vez.

Sus padres no la escuchaban. Quizá hablaba muy bajo. O ellos lo hacían muy alto.

—Nos aseguró que este papagayo era inteligente y capaz de aprender frases enteras —se quejó el padre al dueño de la tienda—, y no dice ni pip.

—Es mudo y tonto y, en cuanto empiezas a practicar con él, se duerme —añadió la madre.

La cara del hombre se ensombreció.

—Quizá sea demasiado joven. De todas formas, preferimos… Pero antes de que el padre pudiera explicar que querían cambiar al papagayo por un perro pachón o, en todo o caso, un gato siamés, el hombre gritó:

—¿Joven? ¡Tiene setenta y cinco años! El padre y la madre se miraron.

—¿Qué? ¿Setenta y cinco años? —¿Tan mayor?

—¡No! —Dijo el tendero—. Es la mejor edad para los papagayos. Llegan hasta los ciento cincuenta, y el suyo está, por así decirlo, en los mejores años. Igual que ustedes —añadió educadamente.

El padre sonrió complacido.

—A pesar de todo —dijo la madre inalterable—. Este papagayo no habla.

—¡No es un papagayo! —dijo Lina, y por un segundo los padres se miraron sorprendidos.

Pero enseguida se volvieron hacia el dueño de nuevo.

—Paciencia, paciencia —dijo él—. Nosotros tampoco lo aprendemos todo en un día —y se giró hacia un chico que quería comprar un conejillo de Indias.

—Bien —dijo la madre decidida—. Lo intentaremos con paciencia. Al fin y al cabo tenemos un papagayo y no cualquier pájaro.

El padre estuvo de acuerdo.

—¡Y no es un papagayo! —dijo Lina cuando llegaron a casa.

—Claro que sí —respondió su madre—. Lo que pasa es que hay que tener paciencia con él.

—No es un papagayo —repitió Lina convencida.

—Y si no es un papagayo, ¿qué es entonces? —Dijo el padre—. ¿Un pingüino, tal vez?

—¡No! ¡Una mamagayo!

—¡Es cierto! —dijo el pájaro.

—¿Habla! ¡El papagayo habla! —se asombró el padre.

—No es un papagayo —corrigió enseguida su mujer porque se dio cuenta de que el pájaro iba a cerrar los ojos ofendido.

—Bueno, bueno, una mamagayo, pues. Di: Soy Yako. ¿Cómo te va?

—¿Por qué voy a decir eso? — Preguntó la mamagayo—. No me llamo Yako y prefiero decir: Me gusta Mozart.

—Las mamagayos no repiten nunca lo que les dicen los demás —explicó Lina.

—Es —cierto —dijo la mamagayo—. Eso sólo lo hacen los papagayos. Y ahora me gustaría comerme algunas nueces.

Enseguida descubrieron que la mamagayo era muy cariñosa. Y muy habladora. Durante la cena les contó historias y aventuras de su vida. Tenía setenta y cinco años realmente y había viajado mucho por todo el mundo. Hablaba trece idiomas con fluidez y aseguraba que podía entender otros veinte.

El padre y la madre sonrieron incrédulos, pero a lo largo de la noche aún tuvieron tiempo de asombrarse más. Cuando la madre dijo que ya era hora de irse a la cama, la mamagayo silbó la Pequeña Serenata. Y Lina se quedó levantada hasta que terminó. Era ya muy de noche cuando unos cantos en alta voz despertaron a los padres.

Era música árabe. Sonaban tambores, flautas y panderetas.

—Seguro que son los Abdulkarim del cuarto piso —dijo él. —No —replicó ella—. Viene de la habitación de la niña. Y fueron de puntillas a ver lo que ocurría.

Pero cuando abrieron la puerta del pasillo, se hizo el silencio. A pesar de ello, fueron a mirar cómo estaban Lina y la mamagayo. Las dos dormían tranquilamente a la luz de la luna que entraba por la ventana.

De nuevo de puntillas, regresaron los padres a su cama. Y no oyeron cómo Lina y la mamagayo se reían en voz baja.

Fin
¡No es un papagayo! Madrid, Ediciones SM

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