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El perico de la abuela. Cuentos cortos sobre abuelas.

El perico de la abuela es uno de los cuentos cortos sobre abuelas del escritor Danny Vega Méndez. Cuento para adolescentes, jóvenes y adultos.

-¿Y dónde está Querido?- muy angustiada, pregunta la abuela. Su perico consentido se ha extraviado.
La jaula está vacía. Y los pedacitos de frutas ahora son posesión de las moscas que no pierden oportunidad para adueñarse de ellos. Con la fina esperanza de que se le devuelva su consentido, la búsqueda incesante da inicio en el lugar de la desaparición.
La abuela está preocupada y llama insistentemente:
-Querido ¿dónde estás? ¡Corre Querido, corre!- y nada. En la desesperación ve al gato lamiéndose inocentemente las patas. Pobre gato. Se vio preso de la ira vengadora de la anciana de ochenta años.
-Condenado gato. ¡Te comiste a Querido! Pero ya verás que me las vas a pagar…-. Aquel gato cuando vaticinó el castigo que le venía, comenzó a correr pues leyó en los ojos celestes y en los brazos endebles, la terrible muerte. En la seguridad de la distancia, los latidos del corazón golpeaban ferozmente contra la felina piel; mientras su mirada gatuna bendecía sus ancestrales reflejos; dado que gracias a ellos, esquivó el sartén que por poco le descuenta de un solo golpe las nueve vidas.
No soporto verla tan inquieta. Más aun, luego de su última recaída en la cual pensábamos que nunca más la volveríamos a ver. Por eso, me hago parte de la investigación; comienzo en el patio trasero, pues fue allí la últimas vez que lo encontramos lejos de su hogar de bambú. En aquella ocasión estrenó sus tiernas alas.
Querido es apenas un periquito tierno en edad que fue cuidado y alimentado con cariño materno.
-Abuela, ¿por qué compró a ese pobre animal? Mire que ni siquiera tiene plumas.
-¡Bueno pues! y qué querías que hiciera ¡Que lo comprara estando ya grande! Si de grande muerden y son más cimarrones.
-Pero usted sabe lo que le costó a los padres de ese animalito hacer el nido, poner el huevo, calentarlo. ¿Y todo para qué? Para que luego venga otro y se le lleve, poniéndole precio al cuidado que tuvieron esos animalitos durante meses de amor.
-Y peor no son ustedes que se fueron sin importar conmigo. Los crié y ni siquiera me llaman para saber cómo está esta vieja sola o si me he muerto. Además me sirve de compañía y para hacer conversación. En vez de decir pendejadas ¡ayúdame a buscar a Querido!
El consentido animal tenía un serio problema de salud. Digo serio, pues ¿cuántos animales pueden necesitar tomar café muy temprano en la mañana? La salud de él estaba merced de la cafeína. Fue una vez que llegué sin saber hasta dónde estaba enviciado el ser enjaulado. Me acerqué a la jaula; lo noté diferente, estaba con la cabeza escondida y una pata levantada de forma muy extraña. Lo llamé mientras tocaba su inusual aposento. Para mi susto, cayó en picada. Ni siquiera hizo el más pequeño estímulo de vida.
Me alerté porque si mi abuela me miraba a lado del cadáver, pensaría que fui yo el causante de tal macabra acción. Lo llamé. No respondió. Abrí la jaula y pude notar que aún tenía un hálito de vida, aunque de un momento a otro se me podría escurrir como la arena entre las manos. Mi abuela, que ese instante le dio por acercarse a la jaula, traía una porción de pan bien humedecido en café.
-Abuela, ¡Se murió Querido! -me adelanté a los hechos, así por lo menos ganaría tiempo ante las especulaciones.
-¡Pa’ ve! -incrédula, se acercó para observar detenidamente su extravagante interlocutor en tardes de soledad–. No que va mijo ahorita se mejora; ya verá.
Luego de unos confusos movimientos en la jaula, logró que el pequeño se incorporara milagrosamente. Estaba tan sano que hasta podría silbar y repetir ciertas groserías.
Quedé absorto con el incidente y me abrumaba la curiosidad. –Lo que pasa es que me distraje con unos quehaceres y se me olvidó darle el café a Querido-. La lógica sería la siguiente: El preciado perico se había vuelto un adicto al café.
Quiero encontrar a ese animal. Es que el tema de conversación de mi abuela Sofía gira solamente en torno a él, contagiándome así su necesidad por encontrarlo. La miro detenidamente y puedo comprobar que sus ropas de otro tiempo no pierden el talle de señora de hogar.
El caminar lento de mi abuela denota que los años no dan tregua y menos a quienes dieron el todo por el todo para seguir adelante con los suyos. Posee ese mágico encanto culinario que los grandes restaurantes envidiarían. No sé cómo lo hace pero cada vez que tengo la fortuna de degustar de sus platos siempre termino con una sonrisa. Hoy, preparó arroz blanco con frijoles espesitos, tajadas maduras y una sabrosa carne que siempre resulta una gloria al paladar. Respiro profundo, pues solo recordarlo me parece que ese olor de la cocina se cuela entre mis remembranzas y abre mi apetito.
Sencilla es su comida; es cierto, pero en ella se esconde la sazón de los expertos. Su pailita es fuente celestial para quienes sacian su hambre. Aún no he dado con el secreto de saber cómo pueden comer tantos de una simple pailita. Si ella hablara, de seguro me lo delataría. Pero su compañero de conversa aún no aparece.
La cabellera delata su edad ocultada por la vivacidad de sus ojos. Ha insistido en pintarse el cabello cuantas veces sea necesario, pues con los muchos tintes no quiere disimular la edad sino “envejecer con altura y dignidad”, según ella.
Su perfume hace que la familia tenga aroma. Cuántas veces de niño me dormí en la cama junto a ella. Su presencia me daba la tranquilidad de soñar y dejarme ir por la vida sabiendo que estaba a mi lado. El guardarropa está impregnado ese extraño pero a la vez familiar olor a alcanfor. Nunca podré olvidarlo. Me resulta ilógico, incluso en la madurez de mi vida, que en mis piyamas aunque nuevas, tenga ese olor; y pensar que así me ayuda a dormir.
Todos en la casa materna, buscamos al fugitivo perico de cantar alegre y sonidos ensordecedores que levantan al más dormilón de los miembros. Es el reloj con la alarma natural que insta a abrazar un nuevo día. En poco tiempo se ha vuelto parte indispensable de la casa. No estuve de acuerdo cuando le cortaron las alas pues lo vi como un crimen contra la libertad. Acaso porque siempre he creído que si un animal con alas tiene su lugar en el firmamento ¿quiénes somos nosotros para destinarlo a la tierra?
Está cansada de tanto caminar de un lado a otro. Se sienta para que sus arrugadas manos puedan llegar fácilmente a su pierna, mientras que en su rostro cansado dibuja una expresión de dolor: Otra vez la rodilla que no se doblega a la edad ni al tiempo. Sus piernas trazan una historia sometida a una vida de trabajo temprano.
-¡Juta! yo si trabajé cuando estaba nueva. Yo creo que por eso toy enferma. Recuerdo que cuando yo era niña, cocinaba para peones pailaa de comidas. Y ahora veo que las muchachas nuevas no quieren hacer na’. Por eso que las dejan los maridos o se encuentran unos que las ponen más pendejas de lo que son. En mi tiempo, se llenaba el jorón de maíz, arroz, frijoles… Hacíamos el café con raspadura… Había abundancia; eso sí, porque todos trabajábamos.
Me encanta cuando me habla de su pasado, de su infancia, de su juventud. Es como tener la mejor máquina del tiempo. Sus ojos se clavan en instante de vida, atrapándome con ella. Cuantas veces me imaginé caminando por los campos en que sembraban; también sentí el frescor del río cuando lavaban la ropa y luego me daba un recorrido cuando pilaban el arroz; no sin antes enseñarme a hacerlo. Al hablarme de sus años mozos, el tiempo no importa; sigue allí atrapada conmigo como su acompañante del presente.
La escucho sonreír y sonrió yo también. Hasta que se acuerda de Querido. -¿Sabes dónde podrá estar Querido?- me pregunta muy inquieta.
A la distancia veo pasar a mi vecina con su nueva conquista. – ¿Ya la vecina se volvió a casar?- asombrada se cuestiona. Toda la vida se ha quejado de que no ve a causa de las largas jornadas nocturnas en que cosía. Sin embargo, hay ratos en que pareciese una falacia todo aquello de que la operación de la vista no resultó. Se levanta de su silla; es tiempo de volver a la búsqueda de Querido.
Pero dónde está ese condenado perico al que amorosamente, le decía: “dindo como uno perro”. Nunca entendí esa particular forma de expresar cariño. Nunca. Pero él como entendiendo le respondía sin el mayor reparo. La conversación se daba inicio y ya no se detendría hasta que uno de los dos se cansase. Usualmente era mi abuela. Quizás ellos poseen una comunicación propia, con códigos únicos y misteriosos. No sé.
Mis reflexiones son interrumpidas por mi extrovertida prima, la cual cómo pasatiempo favorito busca robarle la calma a la anciana, confesándole sus travesuras amorosas.
-Abuela lo vio. ¿Verdad que es un encanto de hombre?
-¿No que tenías novio o acaso ya lo dejaste?
-No que va a ese hombre no lo suelto así no más. Bueno a menos que me consiga otro con más plata.
-Oiga muchachita no solo de plata se vive.
-Pero cómo ayuda, abuela. ¡Cómo ayuda! Además los hombres son bobos.
-Ya te veré llorando o con una panza, y lo peor es que no sabrás de quién es. Y Cuando tus novios se den cuenta de tu estado, se harán el desentendido. Entonces sí, al perro más flaco es al que le van a tirar la piedra.
A Paula, los comentarios de su abuela no le agradaron en lo absoluto, pues acaso sabía que estaba en lo correcto. Quiso hacerle pasar un mal momento y terminó fastidiada.
Desperdició su adolescencia en fiestas con sus amigos y fugadas de clases. Para ella, bachillerato es solo un requisito en la vida, una exigencia de su madre, quien nunca acudió a las aulas de secundaria y por eso exhorta a su hija porque la mejor maestra, es la vida. La inquieta jovencita toma su celular y comienza a chatear con el primer amigo que encuentre.
-¡Qué irónico! He gastado miles de dólares en mis estudios y solo tengo un celular que de a vaina tiene internet- acota mi primo.
-Y ésta no solo tiene uno, sino que lo tiene con contrato. Pero lo más sorprendente es que todavía no trabaja- agrego mi mordaz cometario para colocar más sal sobre la herida. Eso sí, debo salir de inmediato antes que me suceda lo mismo que al gato.
El fogón está presto. La leña de nance arde y la abuela sabe que los frijoles se cocinarán bien. Pero echa de menos a su amiguito. Yo lo buscó sin resultados positivos entre la antigua cocina. La casa es relativamente pequeña con matices de ser testigo de muchísimos acontecimientos familiares, los cuales pareciese fueron inmortalizados en algunas de sus paredes.
El fogón es la nota indispensable en este hogar; aunque ya tiene una estufa moderna no concibe la idea de depender de ella. “La comida sabe mejor en el fogón”, esa es su excusa, pues pese a todos estos años aún no se acostumbre a olvidar el calor y el humo en donde cocina y es feliz. El color celeste de estas paredes es inconfundible. Desde niño conocí este tono y no he visto matiz semejante en ninguna otra parte. Siempre habitada, siempre con gente de un lado a otro.
Solo en las noches, la calma reina entre las conversaciones conquistadas con una taza de café y el frescor nocturno. Para las días feriados la casa se le queda chica y el corazón grande para recibir y atender a todos ¿De dónde sacará fuerzas a su edad? No lo sé. Pero es la nota encantadora de esos días.
Busco debajo de los viejos muebles, los cuales conserva en excelentes condiciones y estratégicamente colocados, brindan a cuando visitante un lugarcito donde sentirse a gusto. Reviso la vitrina; me trae añoranzas. En ella hay vasos y platos desde que yo era niño y que por su puesto cada uno tiene su historia. Intocables son. Sin embargo, no sé qué se pudo haber hecho Querido.
Tengo sed. Tomaré agua. Al abrir la refrigeradora escucho algo extraño
-¿Qué será?-, me cuestiono.
Al destapar una vasija, encuentro al prófugo. ¿Cómo pudo llegar hasta allí?
-¡Querido!-, grita mi abuela- ¿pero dónde encontraste a Querido?-. No sé cómo decírselo pero al fin lo hago.
La algarabía es grande en toda la casa, puesto que aunque todos estaban en sus mundos particulares, sabían que más que una petición, era un deber encontrar al querido animal. ¿Cómo pasó? La jaula no quedó bien cerrada luego del café. La curiosidad le ganó y quiso aventurarse. O por lo menos tratar de conquistar por primera vez el cielo. No lo logró, pues su intento suicida lo llevó justo donde la abuela tenía una vasija. A sus años los sentidos ya no le colaboran muy bien, por eso sin querer encerró al pobre animal a merced del frío. Su alma parece tomar un respiro desalojando los temores y dudas de volver a quedar sola.
Suspiro mientras la observo. Ella ríe infantilmente mientras lo cariña. -Dindo como uno perro- otra vez esa muestra de afecto, pero ya no importa qué significa solo importa el cariño. Aunque sé que un buen día sus ojitos se cerrarán y su corazón dará su última nota del concierto de su vida. Mis lágrimas en aquel natural momento de mi vida, se conjugarán con el sentimiento puro del agradecimiento en honor por tanto entrega, por tanto amor.

Fin

El perico de la abuela es uno de los cuentos cortos sobre abuelas del escritor Danny Vega Méndez. Cuento para adolescentes, jóvenes y adultos.

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