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Simbo y el Rey Hablador

Érase una vez un bonito camaleón que vivía en una isla del Pacífico.

La piel del animal cambiaba de color según el lugar donde se encontrara: si estaba en lo alto de una rama, era de color marrón; si descansaba entre las hojas de un árbol, se convertía en verde; si para cazar se subía encima de una piedra, su color era idéntico al de la piedra, y así podía engañar a los insectos que se posaban muy cerca de él convirtiéndolos en su comida.

Solamente con buena vista y mucha observación, alguien podía descubrir por dónde andaba el camaleón. Desde pequeño, sus padres se dieron cuenta de que no era como los demás camaleones porque, cada vez que iba de un sitio a otro no solo cambiaba su color, sino que se quedaba inmóvil «escuchando», según decía, cada rama, cada hoja, cada piedra…

Al parecer le contaban cosas muy interesantes que nadie más que él podía oír. Por esta razón le pusieron de nombre Simbo, el mismo nombre que llevó uno de sus antepasados, del que parecía haber heredado esta cualidad. Con el paso del tiempo, Simbo fue un experto conocedor de la isla, sabía la historia de cada lugar y conocía los problemas de todos y cada uno de sus habitantes.

La fama de Simbo, el sabio camaleón, llegó más allá de la isla, hasta oídos de un rey que reinaba en otra isla del Pacífico, el cual le mandó llamar a su presencia. Un buen día en que Simbo escuchaba los problemas de un viejo tronco de una palmera, oyó una voz que le llamaba y bajó del árbol para averiguar quién le buscaba.

—¿Eres tú Simbo, el camaleón que sabe escuchar? -le preguntó un joven.

—Sí, yo soy, ¿qué quieres?, ¿para qué me buscas? -le contestó Simbo.

—El Rey Hablador me ha mandado buscarte porque necesita tu ayuda.

—¿Y qué quiere el Rey Hablador?

—Me pide que te lleve a su presencia porque tiene un problema y tú puedes ayudarle.

Simbo aceptó seguir al joven. Subieron a una barca que estaba en la playa, y partieron hacia la isla donde estaba su rey. Al llegar a tierra Simbo le siguió hasta el palacio. Cuando Simbo pisó el suelo del salón del trono, su piel se puso a veces blanca y a veces negra, pues esos eran los colores de las baldosas del suelo, parecidos a un tablero de ajedrez.

El rey preguntó a su sirviente:

—¿Dónde está el sabio camaleón? ¿Acaso no has podido convencerle para que viniera contigo?

—Majestad, el camaleón ha venido conmigo hasta el palacio, pero su piel tiene ahora los mismos colores que las baldosas del suelo y por eso es difícil verle.

—Pues pídele que se acerque más para que pueda hablar con él.

El sirviente pidió al camaleón que le siguiera y su piel entonces se puso roja, como la alfombra que llegaba hasta el trono. Ahora, como estaba más cerca, el rey vio sus ojos saltones y le dijo:

—Bienvenido a esta isla, Simbo, espero que me ayudes a resolver un problema importante que tengo. Tu fama de sabio ha llegado hasta mi reino, por eso te ruego que aceptes mi invitación para quedarte unos días en palacio.

—Majestad, gracias por su confianza, espero poder ayudarle, pero dígame qué le sucede.

—No sé lo que me pasa exactamente, me siento triste y desilusionado. Tampoco mis súbditos están contentos, y no sé por qué. Yo dicto leyes que les favorecen a todos, bajo los impuestos, los ayudo para que tengan buenas cosechas y, sin embargo, no están felices. Yo tengo grandes conocimientos, mi biblioteca es la más grande que existe en todas las islas del Pacífico, pero pocas personas aprecian todo lo que sé. Tengo la esperanza de que tú puedas averiguar lo que me pasa.

A Simbo le dio pena el Rey Hablador, porque se le notaba muy triste y preocupado, y entonces le dijo:

—Perdonadme, Majestad, si no le importa, me gustaría estar cerca de su corazón, así podría escucharle y averiguar lo que le pasa.

El Rey Hablador era un poco orgulloso y no le pareció muy adecuado coger en brazos al camaleón, pero como estaba deseando la ayuda de Simbo, le dijo:

—Está bien. Mandó a sus sirvientes y pajes que abandonaran la sala del trono y cogió a Simbo en brazos. Simbo, entonces, se puso verde como el color de la túnica del rey y escuchó a su corazón que le decía:

«Soy el corazón del Rey Hablador y te pido, Simbo, que le enseñes a escucharme, pues el rey solo hace caso a su cabeza. Se pasa todo el día hablando, leyendo y discutiendo para demostrar a los demás todo lo que sabe, pero no quiere escuchar lo que yo siento. Tampoco escucha a sus súbditos, por eso no sabe lo que verdaderamente necesitan».

Simbo se dio cuenta de cuál era el problema del Rey Hablador, se puso en su lugar y sintió su soledad, no hacía caso a sus sentimientos, por eso estaba triste sin saber por qué. Creía equivocadamente que, si deslumbraba a los demás con sus conocimientos, sería un rey más querido.

—Rey Hablador -le dijo Simbo-, su corazón está triste porque no le escucha lo suficiente. Presta demasiada atención a su cabeza, intenta deslumbrar a los demás con sus conocimientos y cree que la sabiduría consiste en saber muchas cosas, pero está equivocado.

El Rey le escuchaba con atención y le preguntó:

— ¿Y qué puedo hacer para cambiar la situación?

—Pienso que debería prestar más atención a sus sentimientos, hablar menos y escuchar más. También deberá escuchar a los habitantes de su isla. Ellos podrán contarle lo que verdaderamente necesitan, y usted podrá ser mejor rey.

El Rey Hablador se quedó muy pensativo durante un rato y luego le dijo:

—A partir de hoy haré lo que me dices, Simbo, pero además te nombro mi consejero. Creo que tu presencia será muy beneficiosa para mí y para toda la isla.

Simbo aceptó el cargo. Era el primer camaleón que conseguía tal honor, y se sintió muy satisfecho, tanto él como toda su familia. Con el tiempo, la gente dejó de llamarle el Rey Hablador y le llamaban simplemente el Rey, porque había aprendido a escuchar a su corazón y también había conseguido llegar al corazón de todos los habitantes de su reino.

Fin
Cuentos para sentir: 2 Educar los sentimientos Ediciones SM, 2003, Madrid
Cuento perteneciente al Proyecto Cuentos para Crecer.

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