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Juan era un hombre simple, como simple era su vida. Tenía una familia, trabajaba, tenías amigos, sueños, éxitos y fracasos. En apariencia y sólo en apariencia, Juan era una persona común.

Vivía en un pueblo sencillo, lleno de casas pequeñas con techos de tejas, con noches apacibles donde la luna brillaba feliz y los pájaros libres se adueñaban de las chimeneas. No era un héroe, tampoco un valiente guerrero, no era un artista que conmoviese con su arte, ni un deportista que dejase a todos con la boca abierta con sus proezas.

Tenía un trabajo como el de cualquier otra persona y no había amasado fortuna alguna. Su aspecto era como el de cualquier mortal, no se destacaba ni por feo, ni por bello, ni por alto, ni por bajo, ni por gordo, ni por flaco. Juan era simple y común y si no hubiera sido por cómo era, hubiese pasado inadvertida su existencia. De hecho, para muchos, Juan no existía. Ningún periódico hablaba de él y no había aparecido jamás en televisión o radio.

Sin embargo y por contradictorio que parezca, Juan que era una persona común, era un ser excepcional. Su don no estaba a la vista pero él podía hacer todo más bello. Amaba profundamente y lo demostraba. Sabía escuchar y tenía para cada persona la palabra indicada. Juan vivía su vida intensamente, sabiendo que esa vida era un regalo de Dios y que debía agradecerlo y honrarlo.

Era consciente de su finitud y sin embargo no se angustiaba demasiado por ello, pues tenía fe en un cielo hermoso que lo esperaba cuando fuese su tiempo. Tenía una sabiduría especial, de esa que no se encuentra en los libros, era paciente, perseverante, piadoso. Juan apreciaba la noche y el día, el sol y la lluvia, valoraba cada momento y los atesoraba en su corazón.

Sabía que no hay mejor herencia que el amor, que no hay ambición más valiosa que la de intentar ser mejor cada día. Juan intentaba, no siempre lograba sus objetivos, no siempre cumplía sus sueños, pero lo intentaba una y otra vez, y eso también lo hacía especial.

A cada día, Juan le ponía una cuota de alegría no sólo porque lo sentía en su corazón, sino porque sabía que la gente necesita reír. Irradiaba una energía que contagiaba, una energía que no avasallaba, que estaba repleta de bondad. Quien viese a Juan caminar por las calles de su pueblo jamás repararía en él, pero quienes lo conocían sabían que no siempre se encuentra un Juan a la vuelta de la esquina.

En la simpleza de su sencillez, ese hombre era inmenso: jugaba como niño, escuchaba y contenía como adulto y tenía la sabiduría de un anciano. No fue sino hasta que conocí a Juan que supe, por primera vez en mi vida, lo que verdaderamente era ser una persona extraordinaria. Alguien a quien no se puede olvidar.

Aprendí que en la simpleza se puede ser grande, que los héroes pueden vivir a nuestro lado y caminar nuestras calles, que sin salvar vidas, se pueden salvar almas dando amor. Que no hace falta ser famoso para ser reconocido y admirado. Que lo extraordinario no tiene por qué ser grandilocuente.

Juan me enseñó, sin saberlo él, que lo simple puede estar lleno de matices y riquezas, colmado de valentía y fortaleza, repleto de sabiduría. Gracias a ese hombre aprendí el verdadero significado de ser persona extraordinaria y valoré, en su real dimensión, la inmensidad de la simpleza que habita en un gran corazón.

Fin

Ilustración Anna Burighel

Una persona común es uno de los cuentos cortos de la escritora de cuentos infantiles Liana Castello sugerido para jóvenes y adultos.

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