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Las obras de Romina en su árbol de espuma

Cuentos cortos de ángeles sugerido para niños a partir de nueve años.

Dedicado a Romina Yankelevich, mi gran amiga, que nos abandonó a la edad de 36 años, dejando tres hijos. De brillante inteligencia y actriz de vocación. Se rumorea que aún se contacta con sus seres más queridos y que su luz continúa llegando al mundo de los vivos.

Ella vio entrar al niño por la puerta automática de vidrio y se corrió las puntas del flequillo para que no le taparan los ojos.

El niño caminaba, con cara de abrumado, mirando el suelo y cada tanto juntaba aire inflando sus mejillas y la largaba con una perseverante expresión de mal humor. No levantaba la vista del piso espejado.

Aunque el personal de limpieza del Aeropuerto Internacional de Córdoba, Pajas Blancas, no siempre era puntual, el piso era de excelente calidad y siempre parecía limpio. Gaspar casi podía ver su rostro reflejado en él. Iba de la mano de su padre. Que lo sostenía con firmeza, pero no lo miraba, caminaba concentrado en la cinta de las valijas que ya había comenzado a rodar. Gaspar estaba triste y preocupado.

Romina se daba cuenta de esto y descruzaba sus piernas, sentada en el árbol de espuma. Todavía no hacía nada por él, lo dejaba ser, para poder conocerlo mejor. El padre lo llevaba casi a la rastra, aunque ninguno de los primeros equipajes era ni siquiera semejante al suyo. Como todos los adultos, quería terminar el trámite lo más rápido posible y llegar a su casa para poder descansar.

Gaspar, en cambio, estaba consternado y buscaba explicaciones en todas las cosas, o aunque sea, pistas que le dieran cierto sosiego. Por eso Romina había sido convocada allí. A su izquierda,

Gaspar, divisó una alegre pareja que se besaba, junto a su carrito del equipaje. Sus dos pequeñas hijas, de trenzas rubias, se escondían detrás de las piernas de su madre riendo y jugueteando entre ellas. ¿Cuál será la fórmula? Se preguntó Gaspar y luego afirmó para sus adentros: ¡Nos perdimos! ¡En algún lugar del camino nos perdimos!

El nudo creció en su garganta y lo obligó a tragar con dificultad. La opresión en la boca de su estómago también crecía. Era miedo y culpa, mezclada con la incertidumbre acerca de su destino.

Romina comprendía esto a la perfección, lo había sentido cuando la contrataron para su último trabajo como actriz, antes de morir.

—¡Vamos Gaspar! ¡Movete!— le ordenó su padre tironeándole del brazo y él comenzó a alargar sus pasos.

—¿Pero qué pasa con nuestras valijas que no vienen?— se quejó el padre.

Gaspar no dijo nada, no quería estar allí en Córdoba, hubiera dado cualquier cosa por estar en la casa de su madre en Bs As. “La casa de su madre”, ese era un nuevo concepto para él. Hasta Romina sentía las vibraciones que sufría su cabeza cuando pensaba en esto. Antes no había “casa de mamá” y “casa de papá”, antes eran todos un solo corazón.

Los tres con un mismo rumbo, cargando una misma ilusión y luchando para mantenerla. Ahora todo era nuevo y por desgracia el trabajo de su padre era en La Cumbrecita y él había quedado dividido, con una pata en cada lado.

De ahora en adelante sería el mimado de las azafatas, viajando sólo, en constantes y obligadas visitas, con su documento colgado del cuello, desahuciado. Se preguntaba si las cosas hubieran sido diferentes si él se hubiera portado mejor. Al oír esto Romina se sobresaltó y se golpeó el ala izquierda contra el tronco. Volvió a correrse el flequillo y sus ojos celestes y vidriosos brillaron en la oscuridad de su dimensión. ¡No! Se dijo…No, Gaspar, nooooooo Y a la vez, Gaspar, negó con la cabeza, mostrando que ella había logrado inocularle su propio pensamiento. La angustia iba y venía dentro del corazón del niño como un mar embravecido.

Por momentos el consuelo de ella surtía sus efectos y por otros lo dejaba igualmente solo. Es que la fuerza, con la que la nueva realidad lo golpeaba era inquebrantable. Y no había nada que él pudiera hacer para cambiar las cosas.

—¡Permiso!¡Permiso!— gritó el padre malhumorado. Y por fin llegó a estar en primera fila contra el borde de la cinta. Gaspar se concentró en las valijas que se desplazaban lentamente, para poder ayudarlo.

Quizás si él hiciera todo bien su padre comprendería que era necesario retornar a la antigua unidad. Romina, escondida en las sombras, negó otra vez con la cabeza y extendió su mano para acariciarlo. Con su sonrisa blanca y su acostumbrada inteligencia lo acunaba en su corazón maternal.

En ese mismo momento algo inesperado ocurrió, de pronto se apagaron todas las luces del lugar. Y hasta Romina se sorprendió y levantó los hombros, sentada sobre la rama más gruesa y más blanca del árbol.

Gaspar se quedó duro, congelado por el pánico. Lo primero que pensó fue que todo el mundo se echaría a correr y lo aplastaría. Pero luego sintió el calor y la firmeza con la que su padre lo sostenía y se tranquilizó un poco. Al principio un silencio sepulcral envolvió a todas las personas que estaban agolpadas allí, también a las niñas de las trenzas rubias.

El aeropuerto entero quedó completamente a oscuras. Gaspar apretó fuerte la mano de su padre. Era curioso, antes se había sentido perdido. No sabía a dónde iba ni de dónde venía. Las bases de su identidad parecían haberse conmovido por completo hasta agrietarse y perderse. Pero justo en ese momento en el que la oscuridad lo inundaba todo, la valentía que habitaba en él había sido impulsada por la aventura. Gaspar sonrió en la oscuridad y asumió lo ocurrido como un juego, como un desafío para volver a ganar. Y encontró una sola cosa cierta que le resultó suficiente para elegir el camino a seguir: la mano de su padre. ¡Si confiaba, saldría adelante!

—¿Papá, estás ahí?—preguntó asustado, tratando de que su voz se hiciera escuchar por encima de las expresiones de sorpresa de la multitud que ya habían comenzado a aflorar.

—Sí hijo, acá estoy—respondió el padre. Y Romina, insatisfecha con su respuesta, tomó una pluma gigante de su ala y le golpeó fuerte la consciencia para que se activara.

El padre se sentó al borde de la cinta que estaba quieta, el apagón era completo, no había electricidad en ningún lado y no se veía más que las luces cortas de algunas linternas dispersas.

Sin embargo el padre estaba tranquilo y sabía exactamente lo que tenía que hacer. Tomó a Gaspar por la cintura y lo sentó en su regazo.

—¡Vení hijito! ¡Perdoname! No sé a dónde corro…— y una vez dicho esto lo abrazó con fuerza, mientras Romina seguía haciéndole cosquillas en la nuca con la pluma y alentándolo a seguir.

—¡No quiero estar lejos de casa!— dijo Gaspar con la voz entrecortada.

—Ya lo sé, pero ahora vas a tener dos casas, la de mamá y la de papá. Aunque estemos separados y esa es una decisión de adultos, ninguno de los dos vamos a dejar de quererte.

—¿Y si algún día no puedo viajar a verte?

—No importa, no te preocupes, yo siempre voy a estar a tu lado. Si vos no podés venir voy a ir yo. Siempre voy a encontrar la forma de estar a tu lado—volvió a abrazarlo aún con más fuerza y él también se sintió amparado en ese abrazo.

Romina aplaudió una sola vez, en la oscuridad de su dimensión, en la luz de la dimensión de Gaspar y su padre. Luego chasqueó sus dedos y una imagen apareció en la mente del niño. ¡Su dinosaurio a control remoto! Gaspar supo exactamente qué hacer.

—Pa. —Hijito te dije que no te preocupes por nada…tenemos que quedarnos quietos.

—No…Pa, escúchame, yo sé cómo encontrar nuestra valija.

—¿Qué? ¿Cómo?

—Mirá… Gaspar metió la mano en el bolsillo de su campera y sacó un pequeño llavero del que colgaba un control remoto con pequeños botones, al presionar uno de ellos una luz roja comenzó a titilar en la oscuridad y se reflejó en su rostro. Desde el lado opuesto de la cinta se escuchó un fuerte rugido y luego una canción de ACDC comenzó a sonar.

—Jajajaaj—rió el padre reconociéndola—pensar que siempre me quejaba de su volumen, que me volvías loco con esa canción!!!!!

Despacito tratando de no caerse, saltaron juntos al centro de la cinta y pasaron al otro lado. Agarraron su valija y con la ayuda de la linterna del celular se dirigieron a la salida tomados de la mano. Cuando llegaron a la barrera de caño gris, un empleado de la aerolínea les pidió el ticket para controlar que la valija fuera de ellos.

En ese momento las luces volvieron a encenderse, pero ellos ya no la necesitaban. De eso se trataba todo, de seguir caminando. Salieron por la puerta automática de vidrio y pararon un taxi, se subieron y se fueron, sin saber que detrás de ellos quedaba un ángel que los había ayudado en todo.

Fin 

Cuentos cortos de ángeles sugerido para niños a partir de nueve años.

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